Por Isaac Morillo, Lenin Luis Ponce y Yo

Esto iba a tener otro nombre. En un afán de dúo dinámico, de Karl Marx y Friedrich Engels ecuatorianos, iba a titularse algo así como «Guía para hacer una reseña de 2666 durante el veredazo del Funka Fest 2022». Esperando a ver qué salía, Isaac sacó el libro, y con Luis, comenzaron a reseñarlo, a extraer citas, a comentar fragmentos de ese mamotreto rojo, mientras la fila —que iba desde la José Joaquìn de Olmedo y Maruri hasta la Eloy Alfaro— avanzaba a paso lento con Bratty cantando a lo lejos. Estábamos resignados, completamente seguros de que no íbamos a entrar ni por el favor de los revendedores, que vendían la entrada a casi el doble de su precio inicial. «Y es que eso son, pues. Revendedores», me dijo mi padre cuando se lo conté. Ambos pensaban que el precio bajaría decentemente a mitad del festival, porque eso pasa en los partidos, ¿No? No lo sé, dijo Isaac. Nosotros dos nos reímos y solo seguimos leyendo. 

Belén había llamado a las nueve de la mañana para avisarnos que una amiga suya estaba vendiendo cuatro entradas por cincuenta dólares. Isaac andaba bajo los efectos de la quetiapina, por eso no contestó. Luis desapareció. Yo fui el único que atendió al llamado, el único libre para responder. Pese a eso, quería constatar la presencia de los otros dos para asistir al festival y preparar una reseña decente, o esa era la idea. Un evento como este se presta para una reseña, un reportaje, una crónica o, sobre todo, un podcast entre panas para preguntarnos qué tanta relevancia tiene el Funka más allá de lo mediático y de la mañosería de la Alcaldía, que mete las manos para ver qué sale en el voto juvenil. Esa era la idea, sí. Pero no, no respondieron y nos quedamos sin entradas. Belén se ocupó de otros asuntos y el proyecto quedó, en cierta medida, en el aire. Porque de todos modos, durante las varias charlas que tuvimos con nuestros jefes del blog, ya teníamos acordado realizar una especie de reportaje que un principio incluía los anhelados pases de prensa —estuvimos insistiendo por ellos durante varios meses para que al final nos sean negados y posiblemente dados (aunque no estoy muy seguro de ello) a un ex-estudiante que, si bien podría saber más de música que nosotros y posiblemente realizar un mejor trabajo cubriendo el evento, él sin pensarlo cobraría, mientras nosotros lo hacíamos de a gratis; quizá no tan bien como lo hubiese hecho él, pero hubiera sido de todos modos un trabajo honesto. Pero como los pases nunca llegaron, se puso en acción el plan alternativo, que de broma entre Isaac y Luis, se había gestado: hacer un reportaje como el pueblo, desde el veredazo. Por ello, mientras veíamos a la joven aristocracia guayaquileña hacer una fila interminable por el centro de Guayaquil (que seguramente desconocían), nos dispusimos, libro de Bolaño en mano, a imaginar cómo sería estar adentro. 

Les conté, cuando ambos leían al mismo tiempo, que mi editor me comentó, en un arrebato de rabia e inspiración: «Este país (este continente, este siglo) está enfermo de Bolaño». Más bien, está enfermo de festivales artísticos que posicionan a las artes musicales frente a las demás producciones, concluyeron. Es lo que vende, al fin y al cabo. A veces parece que la poesía es el único género literario que rinde para los gestores culturales, pues ya no se reinventan ni se inventan. Pero la cuestión es debatible: Elvira Sastre, por ejemplo, poeta española, llenó el WiZink Center de Madrid en 2019 solamente leyendo poemas al ritmo del cantautor español Andrés Suárez. Pero, ¿y qué más? ¿Podría hacerse lo mismo con un cuento, un capítulo de una novela? ¿Te imaginas leer un capítulo de, por ejemplo, La escalera de bramante, de Leonardo Valencia, frente a un público que ha pagado aproximadamente sesenta dólares por un festival de artes vivas? Rolf Abderhalden propone este término bajo el contexto de la Maestría de Interdisciplinar de Teatro y Artes Vivas de la Universidad de Bogotá, y lo define así: 

Al incluir el fenómeno de las Artes vivas (…) estamos adicionando a la noción tradicional de teatro un conjunto de pensamientos y de prácticas artísticas que han sido el fruto de las múltiples hibridaciones de las artes escénicas con otras disciplinas como las artes plásticas y visuales, la música, la danza, el cine, la arquitectura y el diseño, así como la literatura, la filosofía y la antropología, entre otras.

Pensando tal definición, en un festival se idea la propuesta de un evento transdisciplinar que maneja varias vertientes artísticas con el fin de confrontarlas. Ya no es, como se ha presenciado en otros lados, un concierto acá y una lectura por otro lado. Parece que la literatura solo se presta para conversatorios, me contestan los dos al discutir del tema. El Funka se anuncia como un festival que presenta la oferta cultural y los talentos de la escena artística nacional (¿Qué? ¿la escena nacional no era solo Lolabúm, La Máquina Camaleón, los difuntos Les Petit Bâtards y compañía?, gritó anonadado, casi que ofendido, el crítico cultural más atento). Pues en cierta medida sí. Si lo vemos bajo un concepto mercantilista, los músicos siempre han sido más rentables que un Efraín Jara Idrovo o que cualquier escritor de renombre, y así podemos seguir comparando con otros artistas de las diferentes ramas del arte. En donde queramos o no, la música (y tal vez el cine) es el arte por excelencia (sin ser completamente rentable). Isaac nos contaba sobre un amigo suyo del colegio que, si bien  mantiene un cierto ingreso fijo con su banda que tiene casi diez años de trayectoria, este, temiendo por su futuro, le escribió a la rectora de su antiguo colegio para rogarle un empleo como profesor de música. Y parece que lo logró. Yo también lo haría, dijo Luis, y nos quedamos los tres en silencio, como cuando una broma amarga ha sido dicha. 

Resignados, mirándonos las caras como niños retados, caminamos por una especie de puente de madera que la alcaldía preparó seguramente para que nadie que no haya pagado pueda ver el festival. Les digo que por acá se ve mejor, chucha, insistía Isaac, dirigiéndonos a las escaleras del patio de comidas del malecón. Como Luis era necio, desdeñamos la idea. Allí nos esperaban tres o cuatro grupos de adolescentes, que miraban a lo lejos a un renovado Ed Maverick cantar «No mames, no me mires a los ojos, que me vas a hacer llorar / Dime que esta no será la última vez, que te voy a abrazar». El renovado no va de a gratis: días antes, Mariuxi Aleman nos preguntó por ese nuevo cantante que aparecía dentro del panorama musical latinoamericano, y nosotros no dejábamos de pensar en que, hace tres o cuatro años, dábamos méritos a su álbum Mix pa llorar en tu cuarto. Gracias a ella, definitivamente, pensamos en la brecha generacional que surge ante el usuario al enfrentarse a un line up.

Ese es otro tema, en realidad, pues en esta ocasión, surgió la primera polémica una vez se hizo pública la lista de invitados nacionales e internacionales para este año. Entre amigos bromeamos con la necesidad extrema de asistir a un evento al que solo:

  1. Luis quería ir por Bratty, La Madre Tirana, Chloé Silva y, quizá, Little Jesus.
  2. Isaac quería ir por Ed Maverick, Carlos Cortez, y por curiosidad, Little Jesus y Danny Ocean.
  3. Yo solo quería ir.

Pese a que parece una cantidad considerable, hablamos de un line up compuesto por, aproximadamente, veinte bandas y solistas. Ese es el punto, creemos. Aunque, según se pudo ver dentro, parecía que la gente había pagado cincuenta dólares para ponerse en una fila durante media hora o más (¡Qué exagerado! Igual, parecía que sí), no para entrar solo al festival, sino para seguir consumiendo ahí las cervezas, chilaquiles, dulces, cocteles, entre otras cosas que de por sí se manejaban a precio de aeropuerto. Esto lo pudo corroborar Isaac cuando se encontró con su cuñado, quien le sugirió cierta bebida que, según comentaba, era la más económica (no valía menos de seis latas). Agüita nomás, gracias, dijo él, asustado por la brutalidad de los precios.  

Sentados, sentimos algo. Nos habíamos agrupado, junto a un grupo creciente de personas, en una escalera que nos permitía ver el show. No nos conocíamos, nunca intercambiamos palabra alguna, ni siquiera tratamos de mirarnos a los ojos, pero ya había algo más grande que nos unía: éramos compañeros de veredazo, y eso nadie podía cambiarlo. Algunos éramos hermanos y hermanas de escalera; con otros éramos compañeros de escalón (nosotros tres estábamos en el séptimo de la segunda columna, donde se veía mejor). De hecho, mirábamos a lo lejos a un grupo liderado por un man que le decía al guardia del Club de la Unión «Broder, ¿me dejas pasar para ir al baño? Mi familia es afiliada, te juro que no me voy a colar», y nos reíamos. Pero, ñaño, adentro también hay baños, le decía el guardia. Otro, casi después de eso, salía de la fila, misma que parecía no avanzar nunca, y le preguntaba a un revendedor cuánto costaba una entrada. Está a noventa y cinco. Isaac y Luis se miraron consternados, como si les doliera algo dentro del bolsillo. El tipo, indiferente a la respuesta, sacó un fajo de billetes: «Ya pues, dame tres». No somos envidiosos, pues desde las escaleras, con nuestros hermanos y hermanas de escalera, se veía todo el concierto. «Si ves, ese punto de allá probablemente sea Ed Maverick», apuntó Luis a algo que en realidad era un guardia al pie del escenario.  

La verdad es que disfrutamos el momento, hacíamos bromas entre nosotros, intentábamos descifrar qué mismo estaba cantando Ed Maverick y posteabamos historias en redes sociales, donde poníamos en evidencia nuestra presencia en el veredazo. Hasta cierto punto, todo era perfecto, hasta que a Luis le comenzaron a llegar mensajes. Al parecer alguien que había visto el hashtag de su historia, le había respondido algo. «Estoy acá, loco. Ven, sí hay chance para entrar». Quería que nosotros tres nos uniéramos a la revolución del puertazo que se estaba gestionando por una esquina del malecón, un lugar demasiado oscuro en comparación al resto de la zona. Luis, después de chatear y confirmar los hechos, nos fue guiando para aquella que parecía hasta cierto punto una zona de guerra en donde comenzaría una emboscada.

Nosotros estamos acá por Cultura Profética, lo demás da igual, nos comentó uno de los casi treinta pelados que estaban detrás de la valla que conectaba con la plaza principal del Funka. Era tanta la urgencia, que se motivaban unos a otros a cruzar la reja y enfrentarse al único guardia que protegía el estrecho puente. Luego, llegó otro más: un vendedor con una vara de un metro y medio que sostenía varios algodones de azúcar. A él no le importaba quién tocase, lo que quería era vender y ya. No pagó la entrada porque no le daban ninguna certeza de poder vender dentro, y por lo tanto no tenía seguridad de recuperar la inversión. Iba, como nosotros, a la suerte. 

—Si tú cruzas no te pueden hacer nada, loco. Tú vas con nosotros… Pero eso sí, vas primero y nosotros te seguimos para hacerle bulla a ese man —El primero, que era quien incitaba al vendedor, apuntó al guardia, que medio se imaginaba lo que ocurría al otro lado del puente, donde estábamos eufóricos y dispuestos, tanteando el terreno. 

Primero fue el bromista, el que cruzó el puente y se puso a bailar en la mitad. Después el que lo sigue, que llama a otros y en grupo saludan al guardia, que a lo lejos trata de entender qué mismo pasa. Al final, los que quedamos, siguiendo el paso de la nueva fraternidad: los cruza puentes, o, en un término más propio, los manes del puertazo. Pese a que sacó a relucir el tolete, no alcanzó a nadie porque cada uno se abrió hacia otro camino: unos iban al escenario, otros corrían a los baños y se mezclaban entre otros grupos mayores;  hubo también quienes huían hacia la misma entrada para fingir que recién llegaban. A nosotros, a Isaac, Luis y a mí, nos miraron con sorpresa. Llegábamos para abrir a Cultura Profética, en el tiempo perfecto, tal como quería el desconocido que patrocinó el encuentro. 

—Ya estamos dentro, ¿y ahora qué?

La pregunta los agarró justo en el preciso momento en el que dejaron de ser los impávidos tipos que habían cruzado segundos antes el puente. No supieron qué responder. Siguieron caminando, mezclados entre la gente para ver qué ofrecía el festival este año. Una amiga, en una conversación cualquiera, me dijo «Este año se llenó de farándulas porque invitaron a Danny Ocean, por eso se agotaron las entradas tan rápido; antes el Funka era más de esa gente aesthetic de Instagram», y no podía quitarme de la boca el sabor a tribus urbanas que sentía, hasta ese momento, por el recuerdo vivito del 2006-2010, con los clásicos videos de peleas entre punks y emos en una plaza cualquiera de México. O, sin irnos tan lejos, las peleas detrás del San Marino que YouTube ha rezagado entre toneladas de peleas grabadas en doscientos cuarenta. Al final, todo se resumía a eso: la evolución de las tribus urbanas. 

Entonces, cabe preguntar: ¿Qué se nos ofrece en los festivales actualmente en Ecuador? Música, música y más música. Antes, por lo menos, consideraban las artes escénicas –recuerdo que en anteriores ediciones del Funka Fest había por lo menos una o dos exposiciones y performances–. Por otra parte, entre la gente, oímos a alguien decir «Tanta huevada para que vengan a poner sus cinco o seis marcas y a vender nomás. Yo vine a bailar, no a ver con quién hago match en Spotify a cambio de un Manicho». Gracioso, pero es verdad, este tipo de eventos que manifiestan una esencia alternativa son en verdad un centro comercial gigante, dijo Isaac, mientras, irónicamente, compraba un cigarrillo. Pese a que se entiende que debe generarse un ingreso que justifique la inversión, gran parte del público sintió lo contrario.

Estuvimos como por cuatro o tres horas, escuchando y conversando cosas que no vienen al caso. Luego, medio por aburrimiento y cansancio, salimos por la puerta grande que horas antes nos vio reseñar un libro incompleto. Íbamos rumbo a la casa del Lector Semiótico, a poner las canciones que esa tarde habíamos oído, pero esta vez sí a disfrutarlas. 

Como quién repite un patrón, nosotros nos despedimos como Bolaño hubiese querido, con el cómico y amargo final planeado para la obra: Y esto es todo, amigos. Todo lo he hecho, todo lo he vivido. Si tuviera fuerzas, me pondría a llorar. 

Se despide de ustedes, 

Arturo Belano. 

(Hasta el próximo Funka, esperemos) 

***

Traigan a Flix Pussy Cola, al Cholo, Julieta Venegas y a Pan de Dulce.

Y si pueden, de nuevo a Plastilina Mosh, Brockhampton y The Drums.

Gracias, querido Papá Noel.