Por Lenin Luis Ponce

En Historia personal del Boom, José Donoso cuenta una anécdota que va más o menos así: en un restaurante cualquiera de París, se reúnen las cabezas de su generación a comer con sus familias. Un mesero les brinda un papel para que escriban cuáles serán los platos a pedir. Entre la plática, las risas y quién sabe qué, ellos se olvidan del papelito. El dueño del restaurante, al percatarse, se acerca a ellos y les pregunta sardónico: ¿Alguno de ustedes sabe escribir? La anécdota se extiende, Mercedes Barcha lee la carta y escribe, pero la pregunta me retumba como una duda ya no cómica, más bien histórica o, si se quiere, bibliófila(1).  ¿Alguno de ustedes (de ellos) sabe escribir? Claro que lo saben, lo sabían. Dos, o por lo menos tres de ellos, figuran en el imaginario de lectores y no tan lectores con frecuencia. En repetidas ocasiones se habla del boom latinoamericano como un mero producto editorial, otras se habla de la finalización de un proceso de expansión literaria por parte de un continente que, hasta el momento, no lograba captar la atención del resto de autores anglosajones o españoles. A veces se habla también del indiscutible sexto sentido de Carmen Balcells, la agente literaria encargada de velar por el triunfo de las y los escritores bajo su tutelaje. No se sabe qué mismo, dirían algunos, solo pasó.

La pregunta continúa vigente, desplazándose. Si ellos sabían escribir, ¿acaso los y las demás no? A final de cuentas, nos referimos a cinco autores dentro de un panorama ya preexistente. La llamada internalización de la novela latinoamericana, que en una época no fue popularizada si no es por unos cuantos exponentes de países concretos, se mantenía aislada de este lado, en nuestro continente. La lista de obras, célebres e innegables en los pensum académicos o las bocas de quienes se consagran en estos lugares comunes-literarios, va típicamente así: las de Donoso (que si no fuera porque escribió un libro anecdótico, algunos no lo incluían), de Cortázar (pero solo el parisino, el galo-argentino y, quizá, el maravilloso habitante del mundo), de Vargas Llosa,  de García Márquez (pero solo el mágico, el tradicional latino vibrante y llamativo que atrae a los lectores europeos que, hasta ese momento, poco sabían de qué se escribía en Colombia) y de Fuentes. De hecho, según me contó alguna vez mi padre(2), Rayuela se leía en los colegios, incluso más de lo que se lee en las universidades. Para alguien, un outsider literario, ellos definitivamente sabían escribir. Es probable que para algunos críticos no: sabían escribir pero no de lo que debían (Arguedas contra Cortázar), sabían escribir pero no para los fines que deberían (Arenas a Fuentes), entre una lista extensa de riñas y escarnios editoriales. 

Si Rulfo no está incluido en esta lista, es porque siento, casi con recelo, que no es necesario: la posteridad se ha encargado de añadirlo a su tiempo, casi como un autor rezagado, no por calidad, sino  por su estilo. Es Rulfo la sexta cabeza de la hidra, podría decirse. Contrarios a él, se encuentran los coetáneos que no fueron a Europa, esos que quedan rezagados hasta la pronta recuperación, ya no de su obra, sino de su crítica dentro de la academia que hasta el momento se centró en el conjunto principal y los celebra con programas especiales, aniversarios y ediciones conmemorativas con anécdotas cursis que apelan al lector novel, a su mercado por venir. 

Si ellos sabían escribir, ¿acaso las y los demás no? Este ciclo busca, a su modo y desde sus aristas, definir un campo que se acrecenta a cada año, cada década y a cada estudio. En 2012, Casa de América programó un ciclo titulado, así tal cual, Los olvidados del boom, donde se conversó sobre la obra de Clarice Linspector, Jorge Ibargüengoitia y Juan Carlos Onetti. Conciso, pienso yo, aun así limitado cuando se tiene en consideración la lista de textos que, en este ciclo, son dos líneas que fomentan un solo sentido: libros fundamentales para el futuro literario latinoamericano y que, de una u otra forma, sirven como cimientos para el realismo mágico y compañía; y, por otro lado, los libros que quedaron en el recóndito librero que reúne las obras que en el siglo entrante adquirieron un nuevo sentido.

Para ello, se ha decidido trabajar a partir de cuatro décadas elementales en la escritura latinoamericana; desde los cuarenta y cincuentas, décadas que abren la realización del boom latinoamericano desde su planteamiento y concepto, con autores como Felisberto Hernández (y su reseña ya publicada en el blog, como podrá verse), Armonía Somers y Alejo Carpentier, que se posicionan a su respectiva manera en un rol de precedentes para los autores que globalizan la literatura latinoamericana; los sesenta y setentas, como marco fundamental para entender qué narrativas quedan aisladas del emergente levantamiento editorial y literario que conduce a ciertos trabajos textuales a un olvido hasta su posterior estudio, como es el caso de Clarice Lispector, Reinaldo Arenas (principalmente de su saga, si es que puede llamarse a sí, que parte con Celestino antes del alba), Aimé Césaire o Di Giorgio. Evidentemente, este ciclo recapitula desde un vistazo rápido que, por más que se pretenda, no puede recoger la inmensidad de una literatura que se bifurca en tópicos dispares, lenguas cambiantes y, como siempre, miradas políticas que batallan hasta la contemporaneidad. Así como empieza el ciclo, no cabe duda de que se vincula en el fondo a mil lecturas más.

Pie de página:

  1. Junto a la palabra Autofagia, es una de esas palabras que me resulta una amalgama de cosas posiblemente contrarias. Hasta que, una vez, alguien me señaló una pila de libros y se refirió a ellos como «los manes…».
  2. Yo les cuento, nomás. La veracidad del dato me la reservo un poco. También me dijo que leyeron Cien años de soledad, y de eso estoy más seguro todavía. Lo sé porque, cuando me lo contó, me dijo «Ah, la novela donde los primos tienen un hijo…» y me es suficiente.