Por Lenin Luis Ponce 

 

Como con todas las historias de guerra, y quiero decir de las guerras a las que tú mismo fuiste, no importa cuántas veces las cuentes,

nunca tienes la sensación de haberlo hecho bien del todo.

—Francisco Goldman, Monkey Boy.

 

En el Libre Libro 2022, convocado en la plaza principal de la Universidad de las Artes, una de las editoriales extranjeras invitadas fue Almadía, de México, cuya representante —y encargada de compartir las novedades del catálogo— era su editora: Patricia Salinas. Con respecto a su oferta literaria, ya había escuchado comentarios acerca del cuidado editorial que los caracteriza en cada una de sus ediciones. Así pude confirmarlo cuando vi a Patricia presentar, entre muchos otros títulos, el trabajo realizado con la antología de pioneras de ciencia ficción Mundos alternos, la novela No soy tan zen, la narrativa de Francisco Hinojosa, y otros que cuentan con los llamativos y juguetones diseños de Alejandro Magallanes[1]. De todos esos, el que más me llamó la atención fue Monkey boy, la novela finalista del premio Pulitzer de Ficción 2022, con una portada del autor en colores naranja y morado, y una especie de distorsión entre colorida y caricaturesca de la fotografía original. Como me había comentado unos días atrás Fernando, el editor de este blog, que Almadía era una de las editoriales que tanto habían querido invitar durante las ediciones anteriores, era para mí casi que obligatorio conseguir —o por lo menos leer, ya que el precio supera con creces mis posibilidades de pasante universitario— una de sus ediciones más recientes. Así que, cuando vi que él la tenía, no dudé en pedírsela prestada con la excusa de escribir esta reseña.

De Francisco Goldman, su autor, sabía muy poco. Casi nada más allá de su novela cumbre Say her name (2011), en la que narra, entre el dolor y la desesperación, la repentina muerte de su esposa, la escritora mexicana Aura Estrada, en el umbral de su segundo aniversario. Sin más, pensé que esta sería la oportunidad esperada para leerlo. Rivka Galchen, que no teme en nombrar a Goldman como el Chéjov del corazón, encuentra esta obra como un acto de redención por parte de su autor, pues se entiende que Goldman, tomándose licencias literarias, recrea una autoficción que mezcla sus vivencias personales con los dotes y endulces que solo permite la reformulación histórica de una novela. Irónicamente, es en esta novela que se maneja un juego literario con respecto a la escritura de la experiencia; pues en cierto momento, la madre del protagonista toma con angustia la presencia de un personaje que considera ser basado en ella pese a que representa todo lo contrario.

Por eso Francisco Goldman es casi como un doble literario: Frankie Goldberg, un periodista íngrimo que regresa a Boston después de un periodo largo de desamparo y vicisitudes tanto personales como políticas. En ese encuentro postergado por décadas, vuelve a los lugares de la infancia, ocupados por el dolor de haber sido un niño desplazado, víctima de la violencia paterna, y de no ser capaz de hallar un espacio propio en ningún ambiente. Monkey boy, el apodo de su niñez, es el vestigio que queda de esas experiencias; Frankie se identifica, conforme a lo que guarda en sí mismo de su recuerdo, como un «niño con cara de chango[2] (Monkey boy), enfermizo y chiquito»[3], trazado por el prejuicio racial y migratorio que rige en el imaginario de los otros (los que ven en él a un individuo mestizo, de madre guatemalteca y padre ruso-judío). Un Halfie, como dice Frankie.

«Tres cuartas partes judío y tres cuartas partes católico,

me reservo una cuarta parte en secreto para mí mismo»

Es, por la magnitud de sus historias vivenciales y los afectos que contiene, una novela de personajes. Por lo tanto, no es una sorpresa que el fondo de ella sea, específicamente, Bert Goldberg, el padre de Frankie. Mitigar el dolor[4] para el protagonista de Monkey Boy es recobrar el acercamiento familiar del que tanto ha huido por años para, finalmente, acercarse a ver el vacío y las secuelas causadas por la violencia paterna. Uno de los aciertos más grandes de Goldman es la construcción de Bert como un padre de métodos y acciones repulsivas y, al mismo tiempo, de contradicciones humanas. La relación que mantiene con sus hijos, inestable y errática, es solo una mínima parte de lo que representa el desahogo para este personaje; Bert, fuera de su casa, es un hombre que soporta con crudeza la resignación del fracaso, la apropiación de su trabajo, y el escarnio público que le ocasiona ser un hijo ilegítimo. Por ello, de cara al hogar, y por consecuencia de su propia represión, es un padre despótico e iracundo, pero, en secreto, e incapaz de confesarlo, preocupado por lo que pasa con sus hijos.  Pues que un joven del barrio en el que viviste y al que enseñaste con atención, aprecio y compromiso a trabajar en el huerto, llore en tu funeral más que tus propios hijos, es un indicador de que algo terrible ha pasado dentro de casa.

A veces el aprecio no tiene por qué venir de la propia familia, y eso lo sabe Goldman. A través de jóvenes estudiantes que acompañan a los Goldberg, el autor demuestra —aparte de la migración juvenil por un futuro lejos de los países de centroamérica para adentrarse en la sociedad de la gente educada[5]— el enorme soporte emocional necesario para afrontar la soledad causada por el desentendimiento de un infante que apenas puede procesar las jerarquías que lo lapidan dentro y fuera de su hogar, como la de las instituciones educativas o, desde otra perspectiva, los círculos religiosos. En The Will to change, bell hooks afirma, con respecto a la masculinidad, «to create loving men, we must love males. Loving maleness is different from praising and rewarding males for living up to sexist-defined notions of male identity»[6]. Esto, que bien juega como antítesis del «¿pero qué castigo puede reformar a un padre?», escrito en el separador de páginas que regala Almadía con el libro, es el punto clave de la novela: la imposibilidad de encontrar afecto para un hombre incapaz de retomar las relaciones interpersonales, encerrado en sí mismo como espacio seguro.

Los recuerdos con Gisela, su ex-esposa, con quien se divorció hace más de cinco años; las conversaciones con Lourdes, o Lulú, la persona con la que intenta conectar sentimentalmente pese a la enorme diferencia de edad entre ambos; el reencuentro con Marianne, su ex-pareja del colegio, su confidente de juventud y amistad perdida después de décadas; las pláticas y confesiones de otra época con María, quien cuidó a Frankie en cierto momento de su infancia, y es la única persona que sabe la razón del agravio paterno; las últimas instancias con su madre, Yolanda, con respecto a su juventud, años antes de conocer a su padre; y, finalmente, la conversación en deuda con Lexi, su hermana. Los encuentros con estos personajes ayudarán a Frankie a unir las piezas faltantes que, por haberse lanzado a la labor periodística, había dejado a un lado, a la espera de su regreso. Con ellas, podrá encontrarse a sí mismo, como quien sigue los pasos de su propia biografía por concluir.

«Pero, ¿qué es la soledad, en el fondo? ¿Tiene que doler día y noche, tiene que hundirte al menos como una incesante tristeza de baja intensidad, tiene que pegar en serio? Si no, cómo es posible que sea verdad, según he leído en el periódico, que la soledad crónica es un indicador de muerte temprana, tanto como el colesterol. No estoy deprimido, ni siquiera creo sentirme en verdad desolado. Simplemente he estado solo más tiempo del que hubiera querido».

Pese al tono apesadumbrado de la novela, Goldman no se limita al desconsuelo y atribuye de vez en cuando a su escritura un tono jocoso que, como quien cuenta un pesar a un ser querido, golpea con un comentario irónico después de narrar un evento penoso. Para contar los sucesos que ocurren en aproximadamente más de cuatro décadas, Goldman recurre a constantes elipsis que de vez en cuando pueden marear al lector distraído con nombres de compañeros de escuela, amigos íntimos y personas que convergen entre las etapas de crecimiento de Frankie. Por eso se divide en los cuatro días (jueves, viernes, sábado y domingo) de recorrido por Boston, con sus mensajes de texto y llamadas perdidas correspondientes. Goldman, con esta edición, se deja llevar indiferente por lo caprichoso de la memoria y sus recovecos, cuyo fin es, sin pormenores, dilucidar el miedo irracional de la adultez por medio de un encuentro con las inquietudes del pasado. Después de esta novela uno se siente nada más que un fisgón, un lector entrometido y curioso, pero agradecido con los ejercicios del recuerdo.

[1] Y si bien es un trabajo que lleva años de coherencia estética y decisiones artísticas en su línea editorial, Magallanes de por sí tiene una escritura meta-textual que incita a la apreciación de la poesía visual. A propósito de ello, invito a revisar ¿Con qué rima tima? Retrato de un poeta no muy contento (Almadía, 2011).

[2] Si no recuerdo mal, en una ponencia alguien le preguntó a Patricia Salinas sobre las traducciones o la escritura latinoamericana, con sus modismos y su jerga, de cara al mercado editorial europeo. No lo sé, pero a mi juicio, con lo que respecta a esta obra, la traducción de Daniel Saldaña París toma la tradición oral del continente y la coloca frente al lector con el ímpetu de quedar indiferente si el que lo lee es latinoamericano o europeo, porque la literatura puede y debe ser así.

[3] Francisco Goldman, Monkey boy, (Ciudad de México: Almadía Editorial, 2022), p. 32.

[4] Que es lo que Zambra dice con respecto a la novela. Curiosamente, él tiene varios textos que giran en torno a las paternidades, como su obra más destacada, Poeta chileno (2020).

[5] Lulú, una de las protagonistas de la novela, se refiere así a los jóvenes de Nueva York, capaces de abrir sus relaciones porque, según ella y lo que ha oído, son personas capaces de respetarse por sus buenos valores (la cursiva es mía).

[6] «Para formar a hombres amorosos, debemos amarlos a ellos. Amar la masculinidad es distinto a alabar y premiar a los hombres por vivir en nociones sexistas relacionadas a su identidad».