Por Martín Riofrío Codero

 

Yuliana Ortiz Ruano es una escritora ecuatoriana nacida en Limones, Esmeraldas. También, hay que decir que es poeta, y que sus poemarios Sovoz (2016), Canciones desde el fin del mundo (2018), y Cuaderno del imposible retorno a Pangea (2021) dan prueba de ello. Ahora bien, lo que acabo de decir, en una primera instancia, parecerían dos simples datos biográficos. Y lo son. Pero en realidad, son mucho más que eso. Pues si se quiere hablar de Fiebre de Carnaval —su nueva novela, que además es la primera que publica— es necesario reconocer en ella una fuerte raigambre poética. Se trata de una obra donde el lenguaje de lo musical se apodera del territorio, al punto que, frente al lector, las palabras bailan. Bailan, se mueven, saltan, se desdoblan. Es la historia de un pueblo que, como todos los pueblos, sufre. Pero es la salsa, la alegría de la salsa, lo que los posee, y los hace gozar. Vivir de una forma que no sería posible sin el poder de la música.

Un breve acercamiento a Fiebre de Carnaval

 

Fiebre de Carnaval es una novela que vibra. Donde Ainhoa, una niña que detesta saber el nombre de las cosas, se apropia del lenguaje para compartir la vida desde su mirada. Es así como ella, que vive con sus ñañas (que en realidad son sus tías), sus mamis (que en realidad son su abuela, la mami Nela, y su madre, la mami Checho), sus papis (que en realidad son su abuelo, el papi Chelo, y su padre, el papi Manuel), elabora una cartografía propia de lo familiar. De aquí viene que, capítulo tras capítulo, sea ella quien cuente sus aventuras alrededor de estos personajes tan cercanos y tan variopintos a la vez. Está la ñaña Rita, por ejemplo, que por ser la más bonita de las ñañas no la dejan salir, motivo por el cual se las ingenia para hacerlo y llevar a Ainhoa a las invitaciones que le hacen sus admiradores; o la ñaña Antonia, por ejemplo, que la hace leer, y la ayuda con sus tareas porque es la más inteligente del ñañerío. Todas estas son situaciones, que a partir del humor, a ratos la inocencia, y a ratos la naciente malicia de una niña que está dejando de ser niña, crean un espacio donde la ilusión es una parte importante de lo real, y lo real, una parte importante de lo imaginario.

Esmeraldas y el mundo

 

Ya lo dijo Celia Cruz: la vida es un carnaval. Y Yuliana Ortiz, con la idea del carnaval, que es tan sólo un pretexto para mostrarnos la enorme cultura esmeraldeña, logra configurar la existencia de un mundo que se sostiene por sí mismo. O al menos uno, al momento en que está leyendo la novela, cree que no existe nada más fuera de la México y la Cartagena, que es la intersección en la que se encuentra la casa de la Mami Nela. Esta es una gran virtud de la novela, y se logra por medio de la voz de Ainhoa. Pues estamos hablando de un yo narrativo que, atravesado por las formas libres del diálogo y lo popular, logra transmitirnos en sus páginas el testimonio de una época. Se habla de sucres, se habla también de la televisión. Ainhoa es una niña que está creciendo en los noventa, pero que no vive una niñez del todo noventera: prefiere jugar con sus ñañas, cantar, bailar, disfrutar de lo que le rodea. Esto se hace presente en Cinco cabezas, el capítulo en el que recibe la visita de sus primos de Quito. Aquí se evidencia una contraposición interesante: ellos, desde su realidad capitalina, están acostumbrados a pasar el tiempo de otra forma. Tienen juegos que Ainhoa no comprende, son más atrevidos y, quizás, comparten una percepción de la niñez más global. Por eso, hay dos caras de la moneda: Ainhoa los ve a ellos como ‘‘niñitos cojudos que todo les da rasquiña y piquiña (…)[1], y ellos a ella como un bicho raro. La distancia, que en un viaje de carretera de Esmeraldas a Quito o viceversa sería de un poco más de 300 kilómetros, se vuelve gigantesca, como de dos universos que se oponen. Pinta tu aldea y pintarás el mundo, decía Tolstoi. Y Ortiz Ruano, con la potencia de lo vernacular y lo carnavalesco, hace de Esmeraldas un mundo propio.

Yuliana Ortiz Ruano ha escrito una primera novela vertiginosa, entretenida, y sobre todo, musical. Ha demostrado, con una prosa arriesgada, que la narrativa no es un género que le es ajeno. Fiebre de Carnaval se presenta ante nosotros como un telescopio a través del cual podemos observar, con sus respectivos matices, ese cosmos esmeraldeño que tanto tiene para decirnos y para mostrarnos. Un Esmeraldas que invita hasta al más ajeno de los lectores, a sonreír, y como diría Ainhoa ante la omnipresente mirada de la Mama Doma, a bailarse su buena salsa.

 

 

Bibliografía:

[1] (Ortíz Ruano, pág. 63).