Las puertas automáticas se cierran lentamente con el sonar de la alarma. Oscilando durante unos segundos, a intervalo de una tercera mayor, su sonido sinusoidal anuncia el inicio inminente de nuestro viaje. La luz tenue del vagón y la sensación de estar suspendido en el aire son el preludio perfecto para lo que me espera esta noche. El tren entra en movimiento. Se escucha una voz de mujer, dulce y tranquila diciendo: próxima estación, Paris Saint-Lazare. Un hombre recorre los pasillos del tren tocando el acordeón y pidiendo limosna. Desde la ventana, la Luna llena luce imponente en el firmamento. Vestida de luces como una estrella, la Dama de Hierro la acompaña. Ella posa erguida y elegante esta y todas las noches para los turistas, los pasantes y los amantes consentidos. Su faro gira dando ritmo y protagonismo a la ciudad. El ruido irreprimible en las calles y bulevares es el testimonio de la frenética e intensa vitalidad que se vive aquí.

La gente se aglutina impacientemente delante de la puerta de salida del vagón llegando a nuestro destino. No hay un solo segundo que perder, parecen decir sus miradas expectantes en el reflejo de la luna de la puerta. Los halles y corredores de la estación son muy concurridos y recorridos con velocidad y determinación. Hay colas para entrar en algunas boutiques y los cafés están repletos. La estación parece una carrera de obstáculos. Bajo tres pisos y atravieso varios túneles. Tomo la línea

12. Antes de llegar a Jules Joffrin desvío mi rumbo, bajo en Lamarck, subo las escaleras y cruzo la calle Caulaincourt. A un par de cuadras de aquí, las tumbas de Arriaga, Berlioz, Delibes, Jolivet y Offenbach, entre muchos otros, yacen majestuosas en el cementerio de Montmartre. En aquel instante, mi paseo se ve interrumpido por una melodía “Trilce” como uno de los versos del vate peruano. Su cadencia se apodera del presente. Lo dilata, lo detiene, lo enternece y todo cambia inexorablemente. Por unos segundos mi escucha se balancea como estando en un columpio cuyo cada impulso proviene de una caricia eterna. Propulsado hacia el limbo por el movimiento perpetuo de la mano izquierda del pianista, soy prisionero del encanto producido por cada nota. Es el embrujo de la música, decía Jankelevitch. Sin embargo, no cualquier música alcanza este sortilegio. Es la Gymnopedie N°3 de Erik Satie. Alguien la está escuchando en uno de los coches mientras la luz del semáforo es roja. Extraña e irónica coincidencia. Pobre hombre. El “Maestro de Arcueil” vivió miserablemente, durante varios años, a unos metros de aquí, en un cuarto tan chico, pero tan chico, que apenas podía acostarse en él. Hoy, el misterio de la noche, en estos cortos segundos, le rinde un tributo póstumo, como arrepintiéndose por la resaca de todo lo sufrido.

Con esta imagen en mente, continúo mi azarosa trayectoria cuesta arriba, cruzo la plaza Dalida que se encuentra frente a La Cité Internationale de Arts y tomo la calle Cortot, pasando por el Museo de Montmartre, otrora taller de artistas como Auguste Renoir, Suzanne Valadon y Raoul Dufy, entre otros. Llegando al Square Claude Charpentier, a unos metros del lugar donde quedaba la casa de Hector Berlioz, volteo a la derecha y avanzo por la calle de Mont-Cenis. Las vías están abarrotadas de turistas fascinados por la denominada “Belle époque”. El ambiente festivo y la concurrencia exaltada dan la ilusión de una coreografía del éxtasis. Todos los idiomas participan en este coro urbano. Los pintores de la Place du Tertre van terminando los últimos trazos de la jornada. En uno de los restaurantes, un trío de músicos ameniza la noche con jazz manouche, y en otro, una soprano y un pianista nos recuerdan el “Non, je ne regrette rien » de Charles Dumont, cantada por la célebre Edith Piaf. Cuánta verdad en tan pocas palabras.

De pie, dando la espalda a la Basílica del Sacre Coeur, la veo. Grandiosa, indómita, seductora y desafiante como siempre. Atrayendo la atención del mundo entero que sueña con despertarse al alba abrasándola, recorriéndola y disfrutándola. Me quedo unos instantes contemplándola, a pesar del frío invernal que hoy asoma su manto glacial advirtiendo el arribo de días anochecidos.

Aún recuerdo el día en que te conocí. Tuve la sensación de estar perdido en una ciudad de gigantes. Me sentí minúsculo frente a tus palacios, tus estatuas y tus memoriales. Ahora, delante de ti, tratando de atraparte con la mirada, pierdo la noción del tiempo y el aire frío congela mis manos y mis orejas. De un arco al otro, de torre a torre, atravieso con la mirada tus formas y sueño que pierdes tus fronteras. Todo esto vale la pena y no, no me arrepiento de nada. El fruto de tus años me hace olvidar los días jueves, los huesos húmeros y los aguaceros. Respiro tu perfume, me alejo lentamente y tomo las abismales escaleras que conducen a la calle Tardieu.

Volteo a la derecha, atravieso el festivo barrio de Abbesses y cruzo de nuevo la calle Caulaincourt. En este momento, a pesar de la distancia que me separa de mi Lima, aquella que ronda mis pensamientos y que nutre muchos de mis sueños, me doy cuenta, París, que soy tanto de aquí y que soy tanto de allá.

Bajo por las escaleras que dan a la calle de la Font du But. El bar de la esquina está por cerrar. Déjame que te cuente, París, que existe una ciudad en el hemisferio sur, mirando erguida hacia el Pacífico que, previo al aterrizaje, se devela bajo un manto de nubes como un tesoro escondido, como un refugio incierto o como una satisfacción que se impregna en el alma.

Llegando al óvalo tomo la calle Duhesme. Lima, esa ciudad frenética y furiosa, cuyo caos y violencia definen, en parte, la noción de hogar en mi vocabulario, no me quita. Sin embargo,

cuando estoy en ella, recorriendo sus playas, visitando sus casonas y paseando por sus parques y plazas, te recuerdo, París, con añoranza y en mi sueño de angustia te llamo con el temor de no volver a verte.

Atravieso la calle Cloÿs y prosigo por la calle Duhesme. Todo es imperfecto y muchas de las cosas que hoy te cuento son contrarias pero sinceras. No tengo explicación justa para el amor de mis dos hogares y tampoco pretendo o quiero justificarlas. Llevo en mi saco cantos, poemas, el perfume de una noche, algunas fotos y mucho afecto.

He llegado a la calle Ordener, espero la luz peatonal ámbar para cruzarla. Abro la puerta del edificio y subo tres pisos. Regreso a casa con tu imagen cincelada en la memoria. La noche será inmensa y honda. Lejana duerme la ciudad encantada con amarillo sol, decía el poeta. Con algo de suerte, ella me guiará a través de esta noche por las ondas migratorias, a veces turbias, a veces brillantes.