Darío Jiménez

Con Nuestra piel muerta (2019, Navaja Suiza), de la escritora ecuatoriana Natalia García Freire (1991), estamos ante una obra compleja en su aparente simplicidad. Un texto de una urdimbre cerrada y potente, por donde se lo mire, ya que interpela al lector mientras dibuja un mundo fantasmagórico en torno a aquello que se ha ido: el amor, la familia, la paz.

A su regreso a casa, Lucas, el niño protagonista de esta novela corta, desde una sentida apóstrofe al padre, va desentrañando los momentos de su vida que lo han llevado a habitar el mundo desconocido, prohibido y hermoso de todo lo que es desechado y temido, el mundo subterráneo de los insectos. «¿Qué vine a buscar, padre? ¿El silencio? ¿Un espejismo? ¿Una patria? El que regresa no tiene nombre, ni sabe lo que busca, y en su propia casa vive en calidad de huésped» (García, p. 23). Ese destino de dolor y pérdida es tejido desde su testimonio a través del cual se despliega todo un universo textual, retórico-expresivo, técnico-estructural y, sobre todo, simbólico. La historia, indeterminada en lo temporal y espacial (aunque se supone un lugar de la serranía de finales del siglo XIX, o inicios del XX), abre las puertas a un relato lúgubre que de a poco se va convirtiendo, por la atmósfera y los símbolos que lo acompañan, en una narración espeluznante dónde los únicos fantasmas son los seres que habitan este mundo de la constatación, de la razón; este mundo de la verdad etérea y eterna que aleja lo más pequeño y olvidado (la niñez del protagonista y su valor como ser humano).

Dentro de esta historia, tierna y poética, aunque cruel y espectral, se reconstruyen elementos simbólicos para dotar a las cosas de otros soportes semánticos. La casa, las plantas e insectos que tanto aman Lucas y Josefina (su madre), los oscos personajes oscuros que llegan de la nada a ayudar en casa, y que aparecen y desaparecen en medio de la neblina; las mujeres que cuidan de Lucas (una de ellas con una deformidad en su mano), el maestro Erlano, el doctor Hertz, el cura del pueblo; pero más que nada la figura del padre de Lucas, Miguel, como un ser irreal, demacrado por sus propias y absolutas decisiones, como la de encerrar a su mujer en un sanatorio mental. Motivo por el cual, ante su soledad y miseria pregunta a su hijo: «—Lucas, ¿qué es sagrado para Dios?» / «—¿Sabes lo que es sagrado para Dios? Todo lo que se pudre, Lucas. Las plantas, los animales, el hombre, la mierda.» (García, 2019, p. 139). Hay aquí un fuerte contraste entre la madre de Lucas, una mujer que le ha enseñado todo sobre el mundo misterioso de la naturaleza, y el padre, quien desde su indiferencia y dogmas destruye todo lo que cree haber edificado.

Con esta novela estamos ante la sombría búsqueda de una explicación para el mundo visible del ser humano. No obstante, ese otro mundo, diminuto, presentido, que habita la tierra húmeda y los lugares oscuros, es el que abre la realidad y dota de vida y de verdad a todo lo que es bello. El recurso técnico se da a través de precisos leitmotivs que se insertan en medio de la diégesis: insectos, animales, plantas, cuerpos, etcétera. Es, por ello mismo, esta historia la antítesis de lo que nos han enseñado a temer por desconocido, la fealdad de lo que nos amenaza; pues en esta novela lo Otro, lo que se considera repugnante es lo que otorga valor a la belleza:

Me arrodillo y escarbo con las uñas, solo siento el deseo de recostarme, de rodearme de tierra. Cavo una fosa que pronto se vuelve un túnel, mi túnel oscuro y húmedo donde escucho el sonido de los insectos que me rodean, escucho las cigarras tan cerca. Trompetas y coros. (García, 2019, p. 109)

Asimismo, en esta novela cobran especial significación la huida, el encierro en contraposición a lo abierto, el frío del amor que se descarta. Este pulcro tratamiento con la palabra dota al texto de elementos indispensables para conformar un todo sólido, episódico, que muy al estilo de Jules Renard en Pelo de zanahoria, o Pasolini en Teorema, intenta un plan estético concebido en la figura del ser humano que regresa a su hogar, como un fantasma de sí mismo, a terminar una idea de muerte que los obsesiona desde siempre. Por tanto, en esta obra la descomposición del mundo de Lucas está marcada por la piel muerta que se desprende de la pierna del padre (enfermedad que termina con su vida) como el símbolo de la total deshumanización del ser humano. En tal medida, este libro recuerda algunos cuentos  perturbadores de Alejandro Carrión en La manzana dañada o, más actualmente, algunos textos María Fernanda Ampuero, en Pelea de Gallos; o por qué no ese monumento a la muerte que es Pedro Páramo. Asimismo, podría tener un ancestro en otro cuento donde la visión espectral y lúgubre del mundo se confunde en una perfecta salida de la vida, Pepe Golondrina, de la escritora cuencana Teresa Crespo de Salvador.

En resumen, en esta ópera prima de la talentosa escritora Natalia García Freire, se despliega un conjunto muy bien pensado de elementos narrativos donde el desecho de lo racional-normal apela por una literatura muy personal, íntima, que trabaja con temas complejos y universales asumidos con oficio y tratados desde el arduo trabajo con la palabra: «Las arañas nacen adultas y vestidas con elegancia, sus pomposas patas y su cuerpo ovular hacen pensar en un culo hermoso escondido tras una muselina» (García, p. 94). Recursos expresados claramente en la visión amarga y tierna del personaje: «Los animales de circo planean grandes catástrofes, por eso los separan en celadas. Si se llegasen a juntar los animales de circo del mundo entero nos matarían a todos, justos por pecadores» (García, p. 95). Como vemos, estamos ante una escritora que deslumbra desde la composición poética y polifónica de la obra, de enorme fuerza evocadora por las preciosas imágenes que compone.

Con esta novela, en definitiva, García Freire se gana un lugar recontra merecido en el podio de las/los escritoras/es que con más fuerza y oficio piensan y crean la actual literatura latinoamericana. Bien podría ser una de las que, siguiendo la línea de Mónica Ojeda, Gabriela Alemán, o Gabriela Ponce, comanden la avanzada de la mejor literatura ecuatoriana que, según pinta, está todavía por venir.