Fernando Montenegro

Debe ser que provengo de la literatura y, por eso, no se me ocurren más que libros para pensar la película de Javier Andrade. Esto es una dificultad, pero también me permite colocarme en una posición oblicua, tomar cierta distancia, un tanto incómoda, es cierto, aunque también provechosa, pues es el mismo Javier Andrade quien me ha contado, en múltiples ocasiones, que es lector fanático de César Aira y que una de las promesas que se ha hecho es leer, un buen día, todos sus libros.

En muchos sentidos Lo invisible, es aireana: ya sé —quizá se dijo—, por qué no contamos la historia de una mujer que vive en una burbuja, pero no en una burbuja metafísica sino en una real; una mujer que sale a correr en un bosque para olvidarse de algo terrible y que termina olvidándose de sí misma.
Una historia perfecta desde el punto de vista del argumento. Simétrica y cruel. Una historia que podría ser de terror o que podría ser un thriller. O podría ser también una historia de aventura, por qué no. En cierto modo, la película de Andrade alberga todos estos registros y códigos que algunos críticos de cine, más calificados que yo, sin duda, revelarán en sus inminentes artículos y reseñas.

A mí permítaseme empezar desde ahí: en los cimientos de esta película hay un procedimiento de invención sólido y bien construido. La palabra clave es la invención. No es una película fácil, ojo, pero sí es eficiente. Es una historia que se puede resumir en un párrafo (como creo que he hecho arriba) y cuya complejidad transcurre en niveles subterráneos y estructurales. Invisibles. Esto hace, en mi criterio, una buena película.

Hace ya varios años fui a ver Mejor no hablar de ciertas cosas en el Cinemark de la Plaza de las Américas. Era un martes o un miércoles por la noche. Me acompañaba una amiga mexicana y se me ocurrió que la mejor forma de presentarle el país es a través de una película local. Ya sabemos de las repercusiones que tuvo Mejor no hablar, es cuestión de ver los excelentes números que arrojó y, claro, no me dejó de llamar la atención que en mitad de la película varias personas se levantaran y salieran indignadas e insultando de aquella sala. Mi amiga me preguntó si esto era normal en el Ecuador, ya saben, como tirar naranjas chupadas en el estadio o tomar cerveza en la vereda, y le respondí que más bien lo raro es que la gente venga al cine a ver películas ecuatorianas. No era el caso de Mejor no hablar.

Siempre que pienso en esa película pienso en la gente que se iba porque no podía soportar lo que veía: el cruento vocabulario, el consumo de drogas, el sexo duro y, en general, la vileza de esa alta sociedad portovejense que tan bien retrata Andrade. En lo personal, creo que esas son sus heridas de guerra, aquellas que el cineasta lleva marcadas con orgullo sobre la piel, porque nada mejor para un artista que provocar una reacción así de visceral en su público. Ya se quisieran otros haberlas provocado.

El efecto de Lo invisible es totalmente contrario. Tuve el privilegio de verla en la sala del Manzana 14, en pleno centro de Guayaquil, por una amable invitación de Javier. Como la sala estaba helada por el aire acondicionado no fue difícil dejarse estar en el paraje andino propuesto por Andrade. Mejor aún, parece que ese frío, que vemos sucederse con asombrosa precisión y malicia en la pantalla, migra hacia la sala, como en esa famosa película de Woody Allen, en la que el personaje toma vida y sale del escenario para joderle la vida a todo el mundo. En esto Andrade ha hecho un excelente trabajo, porque nos inserta en el universo de los personajes de una manera al mismo tiempo sutil y problemática, de un modo tal que nos instala un plácido páramo en el pecho, aunque un páramo que, sabemos, está a punto de implosionar.

De Luisa, el personaje principal, sabemos lo siguiente: es una mujer de unos 40 años, de la clase alta quiteña y, por lo que podemos ir conociendo, ha atravesado un traumático proceso de embarazo que la ha exiliado, durante varios meses, en algún tipo de reclusorio. Los detalles de este suceso son escasos. Por suerte, la película desiste de ofrecer un diálogo donde se nos suelta toda la sopa, por lo que los acontecimientos que preceden el arco narrativo quedan a interpretación del público. Lo que es claro, es que Luisa padece depresión post-parto.

Ahora bien, el valor de la película no está solamente en el argumento. Me interesa más que nada la atmósfera, la visualidad y en general la construcción del espacio. La película ocurre plenamente en una mansión a las afueras de Quito, aunque podría ser en cualquier otra ciudad andina o montañosa (¿México, Bogotá, Medellín, incluso cierto Santiago?). La casa tiene una particularidad: está llena de enormes ventanales a través de los cuáles se observa brillar tímidamente, a lo lejos, las luces de la ciudad.

Este detalle es importante y es la razón por la que anteriormente mencioné la idea de la burbuja. En realidad debería se trata de una pecera humana, como el propio Andrade lo explicó en una conversación que mantuvo con algunos colegas después de terminada la proyección. Una pecera a cuyos lindes la mujer se acerca constantemente y donde mira al mismo tiempo la lejana ciudad, intermediada por esa distancia que atormentaba a César Dávila («Espacio, me has vencido, ya sufro tu distancia», escribe el cuencano), pero también a sí misma. Es cierto, es el reflejo de una ventana y no de un espejo lo que mira; es decir un reflejo parcial, tenue, casi inexistente, pero un reflejo al fin y al cabo que es el que obtenemos nosotros los espectadores.

En este sentido la relación entre el espacio y el argumento es simétrico y esto podría motivarme a decir que la película se juega en aquella concordancia. Sin embargo —lo sabemos por el tono, por el manejo del silencio, por la casi imperceptible tensión que subyace las imágenes—, aguas turbulentas corren por debajo de la depresión en la que Luisa está sumida.
Aquí no cabría más que hablar de violencia, una violencia, por cierto, que opera en varios niveles. Primero, desde el punto de vista de Luisa.

Observamos a lo largo del film que su relación con el marido (un marido ausente la mayor parte del tiempo), está sostenida sobre una base de engaños (que parecen constantes) y que dejan entender que el tardío embarazo de Luisa (tardío porque asumimos que ocurre después de sus 40) fue un modo de salvar un matrimonio que se venía en picada. En otras palabras, la violencia contenida en Luisa no es física ni se materializa en el maltrato psicológico constante, sino en su negativa a aceptar el fracaso de su matrimonio: ¿qué puede ser más violento que obligarse a tener un hijo para salvarlo?

En segundo lugar, se percibe una violencia de clase. En este punto Lo invisible está más cerca de Mejor no hablar de lo que podría suponerse en principio, pues ambas películas están interesadas en explorar a dos familias de clase alta. Dicho sea de paso, este es un ejercicio extraño en el cine ecuatoriano, y aun latinoamericano, donde ha habido una tendencia histórica a retratar la marginalidad y la pobreza. En mi criterio, este interés de Andrade por las clases altas, puede ayudarnos a entender mejor ciertas violencias estructurales que la porno miseria a la que estamos tan acostumbrados. En todo caso, este conflicto está planteado en la relación que tiene Luisa con “la servidumbre”, especialmente con su nana, una mujer indígena que ha cuidado de ella desde niña y con quien le une un relación de amor y de dependencia absoluta.

Es en esta relación donde se abre el tercer nivel de violencia que subyace la obra. Esto ocurre cuando Luisa ha descubierto que Daniela, la instructora de piano de su hijo mayor, mantiene una relación amorosa con su marido. La confrontación es ocasión para el momento más tenso del largometraje (¿su clímax?), pues Luisa le hace notar a su rival que pese a su ausencia, los varios trabajadores que “cuidan” de la mansión (el albañil, el jardinero, la cocinera, la propia nana), han sido testigos de su amorío con el marido. Esto, sin embargo, no es lo más importante. Luisa menciona, adicionalmente, que estas personas han estado cuidando de esta tierra mucho antes que “nosotros”. Con “nosotros”, de más está decirlo, Luisa se refiere a los ciudadanos blanco-mestizos de la clase alta que se han apropiado de esos territorios.

Y no le falta razón. La casa donde se filmó la película está localizada en el club Los arrayanes, una de las urbanizaciones más exclusivas de la ciudad de Quito en la localidad de Puembo o, más precisamente, de Mangahuantag. Es sabido que ese sector, ahora destinado a proyectos inmobiliarios de lujo y canchas de golf, fue una famosa hacienda de obrajes durante la colonia. También hay pruebas de que esas tierras fueron ocupadas incluso antes de la llegada de los Incas al actual territorio ecuatoriano.

Me parece que la película se juega en este conflicto y, en este sentido, entra en diálogo con alguna de las más altas obras literarias producidas en los Andes, pero lo hace sin recurrir a la épica de la derrota o a los procedimientos estéticos del indigenismo o el realismo social, lo cual no es necesariamente un mérito. Aquí hay otro rasgo de invención crucial por parte de Andrade. En relación a lo anterior, pienso que esta película “se leería bien” con Boletín y elegía de las mitas de César Dávila Andrade y sobre esto quisiera dar un ejemplo puntual.

En la escena anteriormente descrita, Luisa enumera, uno por uno, los trabajadores de su casa. Le hace saber a Daniela, amante de su esposo, sus nombres, apellidos, edad, procedencia y (esto es muy importante) oficio. Este es el procedimiento que utiliza también César Dávila Andrade en Boletín y elegía de las mitas. Recordemos:

Yo soy Juan Atampam, Blas Llaguarcos, Bernabé Ladña,
Andrés Chabla, Isidro Guamacela, Pablo Pumacuri,
Marcos Lema, Gaspar Tomayco, Sebastián Caxicondor.
Nací y agonicé en Chorlaví, Chamanal, Tanlagua,
Nieblí.

Evidentemente, la enunciación en primera persona del poema difiere a la enumeración de Luisa en la película de Andrade (y este es un problema, claro), pero coinciden en la acumulación de nombres como un procedimiento estético. El nombre es lo que le asigna materialidad y singularidad a esos cuerpos lacerados y explotados por las instituciones coloniales, primero, y por la élite blanco-mestiza ecuatoriana después. Desde este punto de vista, me pregunto si no estará la depresión de Luisa más bien relacionada con esta estructura “invisible” de violencia. 

En cierto sentido, la depresión de Luisa, que solo puede ser aplacada, o por lo menos contenida, por su nana, no es demasiado distinta a la de José María Arguedas en El zorro de arriba y el zorro de abajo. No en cuanto a los dilemas, digamos así, ontológicos a los que se enfrenta el peruano, pero sí en cuanto al conflicto que se les presenta a ambos personajes en su tensa relación de blanco-mestizos con el mundo indígena y particularmente con el kichwa.
No me parece menor que la película de Andrade termine con “La canción del sirviente”. El destino de la protagonista no puede estar desvinculado de esta matriz y es ese vínculo el que subyace en su ciclo depresivo de mujer de privilegio. El hecho de que la maternidad aparece como el problema central de la película, puede leerse también como una metáfora que busca explicar una depresión general de nuestra sociedad, producida por la incapacidad que tenemos de relacionarnos orgánicamente con el lugar que habitamos, con eso que podríamos llamar nuestra “madre tierra”. ¿Lo es, en realidad? ¿Pertenecemos?

Andrade pone en entredicho este problema, como lo hizo en Mejor no hablar de ciertas cosas con la idea del padre. Pero un trabajo más elaborado que compare estas dos cuestiones, queda pendiente para otro momento.