Juan Arroyo
Royaumont, miércoles 10 de noviembre del 2021
Es un privilegio tenerlo todo. En un lugar tan maravilloso como esta abadía, siendo acogidos y retribuidos por crear, nuestra labor podría parecer un trabajo bastante sencillo e incluso anecdótico. Además de contar con magníficos espacios de trabajo, sin los cuales este proyecto interdisciplinario no podría existir, el personal está siempre a nuestra disposición y con mucha simpatía nos facilitan todo. Tenemos un bufé en cada desayuno. El chef nos ofrece en cada almuerzo y en cada cena una obra de arte. Su tema favorito es el trampantojo. Cada receta nos toma por sorpresa, jugando visual y gustativamente con nuestras sensaciones. Sus platos son tan audaces y hermosos que a veces nos alimentamos con tan solo mirarlos. Kamir y yo hemos tomado el hábito de saborear cada bocado tratando de reconocer los ingredientes de sus recetas. Kay participa en el debate negando el interés del mismo y parece padecer de cansancio crónico pues para ella estar aquí y tenerlo todo no representa de ninguna manera privilegio alguno. «De pronto, uno de sus platillos podría darnos alguna idea para la obra que estamos tratando de escribir», dice Kamir, con voz alegre y optimista. El vino nunca falta en el comedor y una buena copa siempre es bienvenida para distender la tensión de la jornada. Durante el día, en la sala de estar, tenemos una mesa repleta de frutas, dulces, galletas, jugos de fruta y dos máquinas de café. En estos días la abadía está vacía y podemos visitarla a nuestro antojo sin preocuparnos por el aforo.
Pero, usted, estimado lector, estimada lectora, joven compositor, joven compositora, no crea que todo es tan sencillo. No juzgue demasiado rápido por las apariencias. Lo que le acabo de contar, no es más que la superficie dorada de nuestra aventura. Llevamos ya tres días trabajando arduamente, ensayando cada posibilidad, dibujando cada potencial escena, diseñando varios bocetos, construyendo varios procesos e improvisando secuencias a partir de cualquier destello de inspiración. En algunas ocasiones el tono de voz ha subido y en otras el silencio lo ha dicho todo. Las dos últimas noches han sido cortas, muy cortas, demasiado cortas. Hemos imaginado diferentes obras y cuando hemos tomado reposo no hemos podido evitar continuar explorando alternativas. Sin embargo, todavía no hemos logrado gran cosa. Kamir se va de Royaumont mañana a las 9h50 de la mañana y hoy es la última oportunidad de conseguir algo junto con él. La tensión está en su punto máximo y no hay placer ni confort que aplaque nuestra determinación a conseguir “La Idea”.
No me mal interpreten. No quisiera dibujarles la impostura de un compositor trágico ni mucho menos aquella del creador frívolo. Sencillamente, hay un nudo en todos nosotros que solamente puede ser desatado por nosotros mismos. Esta situación de confort nos facilita la búsqueda y la realización de nuestras obras, mas no es garante del destello mágico.
Paradójicamente y a pesar de todo, tener todo esto es un verdadero privilegio y no puedo dejar de repetirlo mientras voy acumulando las tazas de café en el cuarto y armando nuevos tratamientos electrónicos en el ordenador. El pensamiento indómito ha vuelto al asalto y una vez más me dice de manera enfática: «¡Lo tenemos todo! ¡Solo tenemos que crear carajo!»
Royaumont, jueves 11 de Noviembre del 2021
Mientras enfoca la lente de su cámara hacia el oscuro infinito que viste el escenario, recostado sobre el suelo, vestido con un polo oscuro de mangas cortas y un par de jeans, boca abajo, en silencio e inmóvil, casi como un felino al acecho, Kamir esconde cualquier gesto que revele su presencia. Pronto a capturar aquel instante sublimado desde el origen de nuestra causa, el joven videasta somete su cuerpo a una posición incómoda sobre el suelo frío de madera, durante media hora aproximadamente.
No sabemos si aún es de noche o si ya asoma el alba. Las ventanas están cerradas. Hemos perdido la noción del tiempo y nos encontramos exhaustos navegando en un abismo infértil que nos parece eterno. La luz de los reflectores de la sala pinta la escena de un azul oscuro que colma el espacio de una intimidad cálida y cautivadora. No hay ningún ruido exterior. Del techo, cuelga una gran rama seca de árbol que recogimos el primer día, durante una caminata de exploración en el bosque que rodea la abadía. Kay ve en ella una gran nube, como aquella que posaba delante de mi ventana anteayer. Curiosa coincidencia. Sobre el piso yacen unos cubos oscuros y esponjosos encontrados en el cuarto de utilería. Esparcidos intuitivamente en el escenario, ellos dibujan un paisaje cósmico, casi lunar, casi infinito, hermosamente imperfecto.
Cuando el tiempo parece estar detenido, en un punto muerto, su frágil neutralidad se asemeja al de una plegaria. Por naturaleza y por convicción no la podemos ignorar. Bajo el designio de aquel instante, sumergido en el ambiente estático y misterioso de la sala, tratando de descifrar aquel llamado silente, vacío y tenso, enciendo el parche electrónico, tomo el violonchelo, empuño el arco y toco. Toco como puedo, toco lo que creo y toco felizmente sin saber tocar. Solo toco y toco. En un inicio aspiro a liberar del pentagrama el itinerario musical diseñado horas antes sobre la mesa, pero en el transcurrir de las cosas me veo en la necesidad de olvidarlo y de olvidarme, de partir por el camino de la fantasía, en un errar prolífico, gracias a un destello de luz inesperado. Estoy encontrándome con algo y deseo saber qué es.
Mientras disperso señales en el aire, Kay integra sigilosamente la escena. Los cabellos largos y negros, muy oscuros, el polo blanco rasgado, las medias rojas con puntos negros y los pantalones abiertos que ella lleva sobre el cuerpo se hacen olvidar por completo gracias a sus movimientos a veces frenéticos, a veces delicados y a veces violentos. Juega con su entorno, se familiariza con él y luego se transforma sucesivamente en formas animales, minerales o vegetales. Ella está en su mundo. En el transcurso de los hechos se ha convertido en una quimera, haciéndonos olvidar su naturaleza humana. Baila y baila tanto que su cuerpo gira y gira como una mariposa atrapada en el azul tenue y sempiterno de la sala. Se está inspirando en aquella mariposa apresada entre estos muros que, días antes, de la nada apareció y empezó revolotear con el ritmo de la música, como tratando de integrarse a nosotros.
Bajo la fuerza de las energías desplegadas, la música y la danza crean una alianza tácita. Comulgan en un solo credo. Como el fuego y el combustible que lo alimenta, en el camino, el hilo frágil del tiempo encantado necesita la potencia de la escritura inmediata y espontánea. Por naturaleza o por la inercia de lo que nos reúne, estamos construyendo una secuencia estéticamente lógica pero verbalmente indecible. Cualquier elemento exterior podría romper para siempre la magia que impera y es nuestro deber luchar por mantenerla. Kamir, aún inmóvil, silencioso y atento, está captando cada instante con la videocámara.
Después de varios minutos, nuestra energía no da para más, estamos exhaustos. El equilibrio se ha partido. Nos hemos agotado por completo. El silencio retorna, todo es invariable de nuevo. Ella recae en el piso con toda la gravedad de la Tierra. Sus cabellos cubren su rostro. Los brazos y las manos me duelen por el esfuerzo de movimientos ajenos a los míos. Kamir levanta la cabeza lentamente y aspira una bocanada de aire. Es la una y media de la mañana, nos reintegramos lentamente, nos damos un abrazo y volvemos a comenzar.
Continuará…
*photo by Kamir Meridja