Lucero Coronado
No está claro quién hace y quién es hecho en la relación entre el humano y la máquina. No está claro qué es la mente y qué el cuerpo en máquinas que se adentran en prácticas codificadas.
Dedicarse al arte, muchas veces, es dedicarse a la nada, y es que, al menos desde la teoría, no hay consenso tácito sobre lo que el arte es y qué sentidos implica lo mismo. Sin embargo, aunque esto suene inintencionalmente a un relativismo teórico brutal, la cuestión se niega a responderse. En ese sentido, hacer arte es abstenerse a definir lo que el arte es en sí mismo. Porque entonces, como generalmente se dice en Ecuador, ¿cuál es el chiste? Muchos podrán alegar que el arte es la expresión de una subjetividad, llevando a una construcción introspectiva del artistry de cada autor. Otros dirán que el arte es lo estipulado por el subconsciente colectivo de una sociedad, cosa que se asemeja más a un postulado psicoanalista que de otra cosa. Pero de algo que no se alejan estas afirmaciones es la presencia de un “yo creador”.

Es en la creación de “algo”, perteneciente a la iluminación creativa, que reside la destreza artística de un autor, al menos desde este punto de vista ya mencionado. Así, la creación de “lo artístico” parece ser un rasgo casi innato de nuestra condición humana, algo con lo cual nacemos o, tardíamente, desarrollamos. Y creo que, en cierta manera, apoyo ese paradigma. Claro, no es un proceso mecanicista en donde colocamos estímulo y obtenemos talento. Esta fórmula ideal es la que se nos ha pintado (guiño, guiño) en cuanto a explicar el quehacer artístico y su formación, contraponiendo el carácter “artificial” y “manufacturado” de lo científico-tecnológico con lo “orgánico” y “sensible” de lo artístico. De este modo, por más que pretendamos defender al arte del “vil” andar que corroe a lo industrial y mecánico de la tecnología, debemos primero detenernos a pensar, ¿A qué le tememos con respecto a la tecnología haciendo arte? ¿Qué hay en esas imágenes hechas por IA de caricaturas al estilo Studio Ghibli que nos indigna tanto? ¿Qué dice la tecnología sobre nosotros?

En un mundo donde lo ingenieril domina, incluso en los corazones (los marcapasos no me dejarán mentir), el arte funge como aquel espacio donde nuestro “yo” más íntimo tiene un puesto en la mesa. Claro, una mesa condicionada por cuestiones ético-económicas que forjan el panorama artístico, pero, sin duda alguna, el arte se ha establecido como una manera de recordarnos nuestra condición humana. Así como ver fuego nos regresa a nuestro “yo” más primitivo, o el amor trastoca nuestro “yo” más vulnerable, el arte es donde resguardamos las sensibilidades, las emociones, incluso, las ideologías contestatarias de nuestra idiosincrasia pasada, presente o futura, posibilitando también reposar nuestros anhelos y sueños en el arte. Es en lo artístico donde realmente podemos viajar atravesando tiempo y espacio. No obstante, las ya mencionadas condiciones materiales y tecnológicas, de raigambre económica más que nada, han transformado las dinámicas en las cuales forjamos una idea de lo que somos, especialmente de nuestro desempeño en el mundo. Así, a través de distintos y numerosos procesos histórico-filosóficos que no voy a desentrañar porque las palabras no dan para tanto, el arte ha tomado distintas formas. Pensemos al arte como una plastilina a la cual distintas épocas y entramados teóricos le han dado la forma que tiene hoy: una mescolanza de quién sabe qué, dirigiéndose a quién sabe dónde.

Sí, sé que hay opiniones formuladas desde la defensa activa del arte contra la dominancia de la tecnología, especialmente de la inteligencia artificial, alegando que la automatización de procesos creativos solo es producto del neoliberalismo creciente de este capitalismo anti-afectos. Y suscribo tal idea. Efectivamente, las industrias desarrolladoras de tecnología ingenieril y software no están pensando en “lo humano” como entidad imprescindible del arte. Pero, ¿acaso nosotros, simples mortales, lo hacemos? Bueno, claro está en que no voy en mi día a día a preguntarme ¿cómo soy lo que soy? Nadie lo hace. Pero, si vamos a arriesgarnos a preguntar, debemos soportar las incertidumbres que eso acarrea. Y créanme cuando digo que “lo humano” ha sido objeto de debate por siglos y siglos. Humano/máquina, mente/alma, órgano/sistema, ser/no ser, esa ha sido la cuestión. Desde cierta perspectiva, lo humano es un producto biológico. Para otros, lo humano es producto de lo social. Pero, desde más o menos la mitad del siglo XX hasta hoy, impera una perspectiva donde convergen tales visiones de “lo humano”, y es propiamente una perspectiva post-humanista. Aquella que busca cuestionar las fronteras escritas entre lo “humano” y lo “no humano”, para brindar una construcción continua del nunca acabar.
En la biblia judío-cristiana se dice que Dios nos hizo a su imagen y semejanza. Para el poeta chileno Vicente Huidobro, “el poeta es un pequeño Dios”. Para Mary Shelley en Frankenstein, el humano juega a ser Dios cuando hay intereses de por medio. ¿Y esta gente qué fijación tiene con Dios? Bueno, la cuestión del “crear” es lo que los vuelve horizontales. El crear es, aparentemente, la condición para hacer arte. Te vuelves autor una vez hayas hecho tu libro, tu pintura, tu película, etc. Estos productos finales te otorgan el título de autoría. Pero esta dinámica, fuera de parecer creativa, luce tan manufacturada como los cables interpuestos en una laptop. Y, no me quejo. Sin embargo, me resulta interesante cuando veo a personas defender, a capa y espada, el arte y su “sublime” desenvolvimiento en contra de la “frialdad” de la inteligencia artificial. Me pregunto si estas personas saben cómo llegamos al punto de tener algo llamado “inteligencia artificial” o si de verdad creen que las cosas se dieron como en Robocop, Terminator o Transformers. Es decir, no soy especialista en software ni conozco la historia de la invención del internet, pero sé que lo “artístico” es igual de artificial que la computadora donde estoy escribiendo esto, ya que lo “humano” lo es.

Somos producto de una serie de concatenaciones histórico-políticas dadas a partir de fenómenos socio-biológicos. En español, esto quiere decir que “lo humano” es, y ha sido, un proyecto en marcha, donde el “ser humano” se ha construido desde y para él mismo. Donna Haraway, bióloga y filósofa estadounidense a la que le debo la mayor parte de este escrito, trabaja esta idea en su libro de 1985 Manifiesto cíborg. Aquí, la autora busca desarrollar, desde su formación biológica y filosófica, la manera en la que la noción de “humanidad” ha sido ensamblada gracias a numerosas “tecnologías” desarrolladas para la formación del humano mismo. Es decir, desde las distintas materialidades que nos han rodeado, sean las armas que usaban los primeros Homos Sapiens para la caza o los celulares que usamos ahora para comunicarnos, hasta los cuerpos ideológicos formados para nuestra inteligibilidad interpersonal (entendernos entre nosotros), sean los nombres que tenemos o la ropa que usamos, esas “tecnologías” formadas por los humanos para su propia definición han sido responsables de forjar lo que “lo humano” es. Somos producto de la invención humana porque nos hicimos a nosotros mismos. Los humanos somos nuestra propia tecnología, y de ella no parecemos espantarnos, pero sí de cables y algoritmos o caricaturas hechas con inteligencia artificial.


Con la viralidad de las imágenes hechas por IA al estilo Studio Ghibli, numerosas voces indignadas salieron a la luz. Que si el arte está perdiendo su esencia, que si es “apropiación artística”, que si es “robo de propiedad intelectual”, que si las máquinas vendrán, apocalípticamente, a robarnos nuestro papel en sociedad, entre otras fantasías robocoptianas maravillosas en ficción, pero casi irrisorias en el día a día. Y es que, si hacemos retrospectiva, las opiniones reaccionarias frente a nuevas tecnologías han existido como respuesta a lo desconocido a lo largo de la historia. La escritura misma tiene su historia con detractores que alegaban la pérdida de la memoria frente al repositorio que significaba escribir las cosas y ya no recordarlas (Revisar a Platón y su posición negativa a la escritura como medio para compartir conocimiento). Este tipo de reacciones son esperadas cuando surgen nuevas formas de existir en el mundo porque, justamente, acarrean transformaciones ideológicas en la sociedad. No estoy diciendo que debemos dejarle carta abierta a la inteligencia artificial y a las nuevas tecnologías para su libre desempeño en el ámbito que sea. Es importante tener ojo crítico y mantener la conversación lo más amplia posible para un debate fructífero, pero sin caer en la manipulación hollywoodense del “humano vs. máquina” que nos desvía de problemas verdaderamente consustanciales que cohabitan la misma mesa en la cual nos queremos sentar.


Así, me toca confesar que fui una de esas personas que compartió imágenes con inteligencia artificial al estilo Studio Ghibli, sin embargo, aún sigo viendo El viaje de Chihiro con toda la ilusión y amor del mundo porque es de mis películas favoritas. En cada repetición de una obra de arte existe la novedad. Cada pieza de arte (entiéndase pintura, fotografía, literatura, etc.) es única en sus lógicas porque el arte no está en el objeto en sí, sino en los efectos que tenga sobre el otro que observa. Alegar lo contrario sería arrebatar la razón de ser del arte, la cual es enfrentarnos a algo cuya cercanía ontológica es incondensable. A eso nos arriesgamos cuando hacemos arte. Y es que, para esas personas que defienden una noción formalista de la potencialidad creativa en general, el arte es una manera de querer diferenciarnos del otro no humano, no creativo, no sublime y, por ende, no digno de sensibilidad. ¿Son acaso esos defensores del arte puritano, más formalistas, entes egocentristas atrapados en la diferenciación entre lo humano y lo no humano? Para mí, no hay nada más artificial que el arte y, por ende, no hay nada más humano que la inteligencia artificial.