Darío Jiménez
Lo que fue el futuro (Severo, 2022) es la segunda novela de la escritora ecuatoriana Daniela Alcívar Bellolio, quien, al amparo de una riquísima sensibilidad, ha escrito un texto profuso, de puntilloso estilo ya manifiesto en sus cuentos Para esta mañana diáfana (2016), o Siberia (2018), su primera novela (breve). Así pues, y tal como hizo en Siberia al desentrañar el dolor más profundo desde la crónica de la muerte de su hijo recién nacido, en esta obra retoma esa necesidad de narrar (y narrarse) el mundo desde la misma posición contemplativa (de desdoble) del interior y de lo que está afuera (la realidad incognoscible): aquellos territorios siempre parciales, infranqueables, que componen la vida y que recuerdan mucho a esas otras estéticas de lo íntimo en Lupe Rumazo, Alicia Yánez o Alicia Ortega.
Narrada en primera persona, salvo por algunos pasajes en los que se imbrica la historia del abuelo escritor, se retoma la vida de Daniela, identificada plenamente como la protagonista. Ella es el paisaje narrado: la mujer que ama a los animales tanto como a esos campos amplios de verdor inextinguible de las ciudades andinas; la mujer de la evocación sugerente, desencadenada por una foto, un objeto, un rostro, un recuerdo; ese ser con un cuerpo adolorido, roto, que se desplaza hacia los abismos del sufrimiento ante la imposibilidad de maternar.
Tal vez lo que debo aprender de todo esto sea que espero demasiado de la vida, y en cambio todo lo que tengo es pura contingencia: la más leve, la más simple, la más plana contingencia. Toda vida es leve y yo soy una llaga abierta, un trozo de carne viva, un conjunto palpitante de nervios expuestos a la dolorosa acción del afuera. (Alcívar, 2022, p. 99)
Alcívar sigue, en parte, el mismo esquema compositivo de su primera novela: el texto fragmentario, desarticulado, desgonzado más bien de los designios de la trama. Así, podemos viajar al pasado a conocer la vida de la pequeña Daniela en el mundo perverso del adulto (el acoso/abuso sexual); la impresión de la menarquia; el dolor ante la falta del latir del hijo en un duelo que parece interminable; la mujer que ama intensamente en el final del amor; la lucha de octubre del 2019; pero también vemos a un ser humano que busca explicarse a través de la genealogía familiar. Este es, en definitiva, otro nodo diegético, un subtema que va y viene, centellante, cargado de sentido: entretejido por la sutil interpelación a un ancestro escritor de carne y hueso (Walter Bellolio), cuyos nexos emocionales están dados por cartas y documentos facsimilares, notas de prensa, etc., como una subtrama del amor imposible o el abandono.
Un hombre, un escritor, le escribe a su hija como dedicatoria en la primera página de su más reciente libro publicado: en la profundidad de tus pensamientos despeinados está la garantía de que no he de morir, aún después de muerto […]. Su nieta, a quién nunca conoció, descubre un día sus papeles, y a sus ojos llegan palabras, recuerdos, imágenes que el hombre guardó cuando se creía inmortal. (Alcívar, 2022, p. 15)
Se trata esta obra, entonces, de un texto híbrido (un artefacto), de poliédrica forma tanto en los temas que desarrolla en la diégesis (la vida de la escritora que reclama un mundo), como en los paratextos hábilmente colocados que ayudan a completar el sentido, o motivo, expresivo de la artista-escritora. Quizás sea por esta conformación rizomática, desaforada y sensorial, que no podemos evitar meternos de cabeza en un texto que nos enseña que la mirada está en los ojos de quien mira y no en el paisaje.
Algo que nunca he podido describir en realidad es el agua. El agua en todas sus formas. Sobre todo, claro, el agua del mar, la inmensidad, la monotonía. No importan, en este caso, las tormentas ni las tempestades, por más bravo que sea un mar, siempre es monótono: no hace más que irse y volver, irse y volver, eternamente, sin intención, y la falta de intención de las cosas me conduce a la perplejidad. (Alcívar, 2022, p. 57)
Tan decidor gesto hace de esta novela una suerte de mecanismo con el que imantar (palabra muy suya) un contenido psíquico, moral, excepcionalmente subversivo con la palabra, para recrear los afectos y poner sobre el tapete un tema que es necesario abordar: la maternidad y, desde allí, la escritura del YO.
No niego la realidad: hay actualizaciones súbitas que me indican la existencia, así sea virtual, de otro mundo perfectamente posible en que mi hijo nació vivo y yo no estoy sumida en la perpleja verdad de nunca volverlo a ver. (Alcívar, 2022, p. 151)
Ahora, después del desborde de la fruición, como lector diré que esta novela (escrita en la pandemia, pero que no es sobre la pandemia), mosaico descriptivo del que Gautier estaría orgulloso, sirve como un ejemplo claro de que es importante, ahora más que nunca, apostar por la palabra empleada con sensibilidad, desde la búsqueda de una literatura sin concesiones que exprese lo más hondo del alma humana, tal como lo han hecho en otras latitudes Luisa Valenzuela, Pedro Juan Gutiérrez, Cristina Rivera Garza, Diamela Eltit (Latinoamérica); Justo Navarro, Ray Loriga (España); Paul Auster (USA), Karl Ove Knausgård (Noruega). Esto quizás demuestre que las “narrativas del Yo” no son un tema nuevo y que se requiere urgentemente ponerlas sobre la mesa de análisis, pues se trata casi siempre de monumentales motivos literarios decidores del momento histórico en el que se conciben.
Con Lo que fue el futuro la literatura del Ecuador gana una escritora madura, potente, que dice a su manera lo que este mundo de lo concreto, de lo políticamente correcto, de las redes sociales frenéticas, acalla o solo repasa superficialmente. Esta novela, pues, rescata ese adentro bullente, siempre incompleto y palpitante, que nos excede y que casi siempre nos consume. Entonces, la catarsis no es solo del artista que lucha contra sus demonios, sino del lector que tiene, a través de este juego de espejos entre la realidad y la ficción, la oportunidad para examinarse, estremecerse, reconstruirse. Alcívar genera un remesón emotivo al retomar las identidades y afectos opacados por la modernidad, haciendo válido más que nunca ese desdoble arriesgado al contarse. Posicionamiento estético y vital que recuerda tanto aquella frase de Flaubert: “Madame Bovary soy yo”.