Juan Arroyo

                                                               París, domingo 21 de noviembre del 2021

París no es solamente lujo, calma y sensualidad. En Pantin, uno de los suburbios del este parisino, unos metros detrás del ruidoso, caótico y sucio muro que funge de periférico de la capital francesa, durante mi último año de estudios en el Conservatorio Nacional Superior de Música y Danza de París, compartí un piso con dos compositores galos. En aquel pequeño departamento, lúgubre, insalubre, oscuro, disfuncional y vetusto, en el tercer piso de un edificio mal cuidado, digno de ser demolido, a pesar de la miseria que nos embargaba hasta el hambre, lo poco que poseíamos lo dedicábamos plenamente a la música, nuestra pasión, y gracias a esa devoción y la compañía que mutuamente nos dábamos, encontrábamos siempre la manera de escapar a la cruda y deprimente realidad que nos acosaba.

Maxime tenía una magnífica biblioteca disimulada en todo el departamento. Sus libros, comprados de segunda mano, los sacaba siempre de los lugares más insólitos del piso. Muchas veces tuve la impresión de estar viviendo en esa librería informal, “caleta”, del centro de Lima ubicada en Jirón Quilca. Su cuarto, oscuro y estrecho era, en realidad, un pasillo transformado en habitación con ayuda de una gruesa cortina verde, desgastada por la humedad de los muros.

Vincent, quien dormía en el cuarto contiguo a la estancia de Maxime, se mantenía siempre a la escucha y era bastante austero en palabras, su habitación solo tenía un colchón en el suelo y un teclado eléctrico. Yo, pobre como un vagabundo, gracias a la solidaridad de Vincent y de Maxime, los dos ricos de la situación, vivía en el sofá-cama del salón. Ese espacio reducido, era mi cuarto, mi oficina y mi sala de estar. A pesar de la miseria, conseguí un viejo violín, un par de cables y un transductor y fue ahí que empecé a realizar mis primeros experimentos de hibridación instrumental.

El baño estaba averiado desde hace varios meses y su reparación era muy costosa para pagarla con nuestros escasos ingresos. El restaurant del primer piso, disimuladamente, nos dejaba utilizar sus instalaciones por las mañanas y por las noches. La puerta de la casa, averiada, abría caprichosamente después de varios intentos, y a pesar de limpiarlos semanalmente con esponjas y algo de agua, los muros del departamento se coloreaban tercamente de un verde espurio debido a la humedad pestilente del edificio mezclada con el humo de la decena de cigarros que Maxime fumaba a diario. Recuerdo que, de tener tanta humedad, el balón de agua caliente del baño se despegó de la pared y provocó la inundación de todo el edificio, dejando nuestra humilde casa en peor estado del que ya estaba. No poseíamos gran cosa, contábamos con un pequeño refrigerador y una cocinita eléctrica con dos hornillas para los tres, el suelo de madera estaba bastante desgastado y en medio del salón había un agujero por el cual siempre imaginamos, algún día, conoceríamos a nuestro vecino del piso inferior.

En esas miserables circunstancias, empezamos a reunirnos todos los miércoles por la noche, para enfrascarnos apasionada y hasta a veces violentamente en discusiones sobre la música, sobre nuestras obras, sobre el entorno artístico y sobre nuestro futuro. Si me preguntan por qué los miércoles, en honor a la verdad, no lo sé. No importa. Tal vez sucedió así porque naturalmente empezamos a coincidir aquel día por la noche y porque cansados de tanto pensar y escribir y escribir, un momento de intercambio con otros seres humanos con los mismos insomnios nos venía bien.

Con el transcurso de los meses, algunos amigos compositores, bailarines, músicos y fotógrafos, entre los cuales se encontraban Keita, Hilomi, Luis, Carlos, y Aurelian, empezaron a venir a nuestras reuniones y decidimos llamarlos “Los miércoles de la calle Victor Hugo”. La mayor parte del tiempo nuestros invitados terminaban sentándose en el piso, todo parecía como si estuviésemos en algún encuentro clandestino, en alguna casa abandonada, escondidos por el aspecto indeseable de la morada que nos protegía de toda sospecha. Solo disponíamos de un viejo sofá-cama, el mío, una mesita de centro y un par de sillas. Creo que el aspecto auténticamente decadente de nuestro refugio era atractivo para los compañeros y compañeras que nos visitaban semanalmente.

Por deformación profesional vivíamos más durante la noche que durante el día y Maxime, delgado, pálido, pelucón y barbón, con cigarro en mano, voz frágil y temblorosa, aunque muy discreto, nos solía compartir su ideal de poder escribir una música originada por modelos provenientes de la geometría fractal. Por entonces La geometría fractal de la naturaleza del matemático francés Benoît Mandelbrot reposaba sobre la mesita del salón como un libro sagrado cuyas escrituras nos desvelarían un nuevo camino estético. Lamentablemente, y lo digo con mucha pena, con bastante tristeza empozada en el alma, a Maxime le costaba mucho esfuerzo psíquico y físico acabar todas sus piezas y terminaba muy exhausto, en muy mal estado, frustrado de no poder acabar bien. Esto lo llevaba sistemáticamente a verse en situaciones muy delicadas con los profesores de composición del Conservatorio o quienes, con esperanza o inocencia, le pedían una nueva obra para algún concierto que finalmente terminaban anulando en el último momento por su impotencia conclusiva o por una cierta adicción al abismo, que a veces parecía degustar, sabe Dios por qué. A pesar de lo brillante que era en su reflexión estética nunca terminé por entender cómo funcionaba su cabeza y el porqué de tanto despilfarro de talento.

Vincent, en cambio, misterioso en su andar, devoto cristiano, asiduo a la misa de cada domingo por la mañana, daba infinitas caminatas de un lado a otro en nuestro pequeño salón, como un loquito que, rascándose la cabeza, nos trataba de persuadir de la necesidad de concebir la composición desde una perspectiva espiritual. Muchas veces vi, reflejado en la compañía de Maxime y de Vincent, aquella imagen caricatural de un ángel y de un diablo, ambos sentados en mis dos hombros dándome consejos opuestos y peleándose todo el día.

En aquellas noches de tertulia, de debate, de insomnio, de risas, vino y cervezas baratas, a parte de las cuestiones ligadas a la relación entre el material musical y la forma, la política cultural, lo arcaico y lo moderno, nos preguntábamos frecuentemente por el futuro de nuestras obras y de cómo ganar un espacio, por más chico que sea, para que estas puedan ser difundidas. A puertas de egresar de una de las instituciones más prestigiosas del mundo en cuanto a la formación de artistas, y con una lista extensa de célebres compositores egresados de ella como el mismo Debussy o Ravel, nuestro destino brillaba de incertidumbre y qué decir del estado presente de nuestra paupérrima situación.

En una de aquellas reuniones, agotados por el círculo vicioso que sometía nuestros intercambios a meras intenciones revolucionarias, a infructíferos debates de fondo, a querellas inútiles, decidimos pasar al acto.

La noche del 20 de setiembre del 2013, después de meses de organización, de ponernos de acuerdo con el nombre, de concebir juntos el programa de concierto, de convencer a los músicos, de organizar nuestro primer ensayo, de pegar afiches en todos los muros que se encontraban en nuestro camino, de haber creado la asociación, nació el ensamble Regards, en un concierto de obras con electrónica en la iglesia de la Redención del noveno barrio de París. Un lugar extraño, si, lo sé, pero era lo único que teníamos y la devoción espiritual de Vincent, puedo decirlo ahora, ¡nos salvó!