Juan Arroyo
Royaumont, lunes 8 de noviembre del 2021
Bajo la llovizna parisina de esta mañana gris y fría, corriendo a Tempo Vivacissimo e risoluto, ingreso en el hall principal de la Gare du Nord. Esta estación de trenes recibe 700 000 viajeros cada día y se parece a un gran hormiguero por la cantidad de túneles, entradas, salidas y sobre todo por la dinámica vertiginosa y coordinada de su concurrencia. Estoy corriendo lo más rápido que puedo y no es suficiente a causa de todo lo que llevo conmigo. Además de la multitud de personas que se interponen en mi camino, el peso del violonchelo, mi maleta y una mochila están frenando mi avance. Mientras busco a tientas la tarjeta de transporte en los bolsillos de mis pantalones y en los de mi abrigo, voy sigilosamente contando cada segundo que pasa. Como ustedes ya saben, detesto llegar tarde.
De reojo, veo el reloj de la estación marcando las 8:43 de la mañana. Ahora, solo me quedan siete minutos para tomar el tren, aproximadamente 50 metros de distancia y una barrera de compuertas automáticas muy estrechas. Tic- tac, Tic-tac, ¿Tendré el tiempo suficiente para llegar al tren? Un segundo pensamiento surge de mi mente y cuestiona mi proceder de manera enfática: «¡Qué locura! ¿Cómo puedes ponerte a calcular el tiempo que te tomará llegar al tren a partir de la velocidad de tus pasos y la distancia que te separa del andén, en estos momentos? ¡Corre nomás y no mires atrás!»
Sin embargo, minutos antes, mientras miraba la hora, en el taxi que me condujo hasta aquí, una idea acosaba mi mente: en vista de la gran cantidad de elementos contingentes que se interponen en nuestros caminos, el cálculo no es garante del éxito. Sí, lo sé, era muy temprano para ponerme a filosofar, pero también era inevitable hacerlo en vista del riesgo que corría de llegar demasiado tarde a la estación. El taxi iba lento, las arterias de París estaban congestionadas y el taxista estaba discutiendo con su mujer por teléfono. Al concluir la llamada, se disculpó conmigo y me dijo que casarse había sido el peor error de su vida. En efecto, tenemos una oportunidad para probar una de las tantas alternativas que se presentan a nosotros. Por más trivial que sea esta situación, ella es el reflejo de un esquema ineludible. Todos sabemos que no podremos volver a vivir este mismo instante dos o más veces. Por ende, no podré volver al pasado, despertar más temprano, llegar ligero a la Gare du Nord y escoger el vagón y asiento que me complazcan. El taxista podría divorciarse, casarse de nuevo, fundar una nueva familia, pero como dice el dicho a lo hecho pecho. En suma, nada se repite y por ello no podemos practicar para probar nuestras decisiones. Hoy, lunes 8 de noviembre del año 2021, estoy participando una vez más en una la lotería llamada destino y juego con la esperanza de poder ganar. ¿Será la composición musical una suerte de paliativo o compensación a esta realidad ineludible?
Mientras una parte de mí se entretiene con los hipotéticos desenlaces de mi carrera matinal y trata cándidamente de anticipar el futuro, pensando en lo pasado y tratando de mejorar lo presente, a la otra parte de mí le ha costado la calma encontrar la bendita tarjeta de transporte. Finalmente, ella se encontraba en uno de los bolsillos de mi mochila. Esto es algo muy extraño para este ser humano que conserva ciertos hábitos como si fueran reflejos básicos de supervivencia. Suelo poner la tarjeta en el bolsillo derecho de mis pantalones.
Las compuertas de la estación son demasiado angostas para dejarme pasar con todas mis pertenencias. Esto me detiene mientras busco otra alternativa, «¡es una contingencia a tener en cuenta en el cálculo!», me digo sarcástica y furtivamente. De pronto se escucha en toda la estación un motivo melódico compuesto por cuatro notas: Do, Sol, La bemol, y Mi bemol. Es el jingle de la SNCF, la compañía de trenes francesa. En ese preciso momento, por arte de magia y como enviada por la santa providencia, una de sus trabajadoras me abre la gran puerta de metal y le agradezco con el pulgar extendido hacia arriba. Prosigo sin más tardanza. Debo hallar rápidamente la vía de la que saldrá mi tren. Vía 13 anuncian los televisores de la estación ferroviaria. Una vez más, arremete mi mente despiadada y me encara, «¿significará algo este número? ¿Será un anticipo de lo que te espera? ¡Deja de correr y consulta el Tarot!». Los fortissimos latidos de mi corazón dan testimonio de la carrera olímpica que estoy dando para alcanzar la puerta del primer vagón antes de que se cierre y del esfuerzo que estoy haciendo para aplacar cualquier pensamiento pesimista.
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He logrado alcanzar a duras penas el tren. Mientras me acomodo en el primer vagón, el tren va dejando la estación en un acelerando exponencial y da la sensación de tratarse más de un despegue espacial. «¿Habré olvidado alguna cosa en casa?», suelo preguntarme en estas circunstancias. Esta es una de las tantas manías que tengo. Además de ello, al salir de casa suelo bajar un piso o caminar unos pasos antes de volver inmediatamente para verificar que he cerrado bien la puerta con llave. Sin embargo, nunca me han robado aquí. Debe ser un vestigio de mis años en Lima. En aquellos tiempos, caminar con las manos en los bolsillos, cuidando las pertenencias y rastreando con la mirada cualquier ademan sospechoso era el pan de cada día. Las puertas de las casas tenían triple cerradura y los limeños preferían sacrificar la belleza de sus moradas enrejándolo todo por seguridad. ¿Habremos terminado haciendo de nuestra ciudad una prisión?
Esta vez no solo llevo el ordenador en la mochila. El violonchelo híbrido está a mi derecha. Mi maleta, con los cables, micrófonos y la tarjeta de sonido, está en el compartimento superior. Mi mochila, con mis ordenadores, cuadernos y ropa, está en la silla frente a mí. En la estación de Viarmes nos espera Philippe Mabrier, el chofer de la Fundación Royaumont. En vista de los 45 minutos que durará el viaje, enciendo el ordenador, conecto los audífonos y me pongo a componer.
Evidentemente, por el movimiento del vagón y el ruido de los rieles, escribir aquí es menos confortable que sobre la mesa de mi escritorio. Cuando compongo en casa, suelo tocar y grabar varias veces mis bocetos para estar 200% seguro de obtener el resultado que quiero. Al escribir piezas para orquesta o para gran ensamble, mi casa se llena de instrumentos. La idea es que pueda recurrir a ellos en cualquier instante. La casa se vuelve un parque instrumental y francamente no sé cómo hace Mariangela para soportarme. Grabarme me permite escuchar lo trabajado en cualquier lugar y corregir o probar cosas por si fuese necesario.
Mientras el tren avanza, repito varias veces la audición de ciertos compases, como congelándolos en el tiempo. Incluso, gracias a un botón puedo escucharlos al revés. Por jugar, lo hago, puede que la pieza suene mejor de manera inversa. Es solo una broma, era solo por jugar. Después de unos minutos, casi como un capricho compensatorio de mi cansado trajín, voy directamente al último compás, lo corrijo, borrando algunas notas y remplazando ciertos ritmos. Ir al primer o al último compás recurrentemente es como aquel sueño de viajar en el tiempo y poder cambiarlo. Disculpen que insista con la pregunta: ¿Será la composición musical una suerte de consuelo o paliativo a nuestro ineludible destino? O dicho de otra manera ¿Será la composición musical un acto emancipatorio de las rejas que aprisionan el tiempo?
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Bajando del tren veo a Kay y Kamir saliendo por la puerta contigua…
Continuará…