Por Arantxa Araujo
El mar, flotar, maternidad, miedo, orfandad, desaparecer, muerte; aquellas son las palabras e imágenes con las que me quedo al terminar de leer Flotar, pude. Sentimientos de nostalgia, plenitud y desasosiego se arremolinan en cada uno de los relatos, donde el mar es el impulso narrativo que da paso a la reconfiguración de la memoria, al intentar enlazar esos fragmentos que con el tiempo se han hecho más confusos, y poder conectar el pasado con el presente. En la profundidad de esta masa de agua tan poderosa, como para llevarse una casa, encontramos las vivencias trágicas de estos personajes, sus miedos y su aceptación.
Flotar, pude (2022) de Gabriela Ponce expone una colección de cuentos que pretende escarbar en los recuerdos de la infancia, en los eventos desgarradores, en el fin de una relación, en la primera pérdida. Las voces de mujeres, quienes son las narradoras de estos relatos, extraen del mar esas primeras veces que han permanecido como botellas a la deriva por años e intentan reconstruir esas experiencias de desdicha. Desde la belleza, el peligro y la incertidumbre que produce el mar, la memoria flota a pesar de la marea, ya que son marcas de la vida, cicatrices que nos forman.
En “Con esta muerte, en esta vida” —relato que no puedo evitar mencionar— se detalla el dolor que produce la anunciación de la muerte, la muerte de un hermano. La sensación de angustia, negación y terror ante comunicar el accidente supera al cuerpo, golpea como grandes olas en el corazón de la narradora y se desborda para observar el sufrimiento en todos lados, en el piso, en el techo de la casa. El desconsuelo que se acumula en su interior se esparce en las paredes, explota y sale al exterior, lo mira reflejado en el mundo: “Yo, parada frente a esa puerta lista para golpearla y que se caiga la casa entera. Que el cielo se caiga, mamá, sobre nuestras cabezas perplejas y radiantes”[1]. Sin embargo, solamente frente al ataúd del hermano es cuando se enuncia la verdadera sentencia, se contempla, gracias a esa caja de madera, lo fugaz que es la vida y se implora que la memoria no falle con el tiempo. El deseo de reunirse y abrir el ataúd inunda a la narradora, pero pensar en ver el rostro de su hermano muerto, la hace correr.
Aquí Ponce nos plantea una incógnita, ¿cómo se puede volver a la normalidad después de la primera muerte? O, ¿después de decirle adiós al piano? ¿Después de perder la casa? ¿Cómo se puede construir esa imagen de la abuela que nunca se conoció con profundidad, esa figura lejana y que ahora se ha ido? En Flotar, pude es el mismo dolor donde la vida adquiere sentido. La angustia, la pena o el llanto son entes que existen para reivindicar la vida, son parte de las huellas que dejamos en la arena, prueba de nuestra existencia y de quienes ya no están.
(…) frente a la inmensidad del mar y su estacionamiento arrugado, nosotros miramos lo infinito, nos acostamos arrimándonos en un tronco inmenso, poroso y, en los huecos, nuestras manos depositan arena y palillos secos. Dejaron huellas en el mundo, nuestros cuerpos juntos.[2]
Con una prosa poética cargada de descripciones, Gabriela Ponce ha escrito un libro que —paradójicamente— termina siendo cálido e iracundo, violento y pacífico, en el cual los sentimientos burbujean con intensidad en el pecho, mostrando que el mundo empieza en nuestro interior y se levanta y sale a la superficie. En lo personal, creo que esta contradicción funciona con lo que nos propone, que la vida se reafirma mediante el dolor, que el mar es un soporte de nuestra existencia, y pone de nuestro lado la decisión final: dejarnos hundir o continuar flotando.
Referencia bibliográfica
Ponce, Gabriela. Flotar, Pude. (Severo editorial: Quito, 2022).
[1] Gabriela Ponce. Flotar, pude. (Severo Editorial: Quito, 2022), p. 70.
[2] Gabriela Ponce. Flotar, pude, p. 160.