Por Juan Arroyo
Es domingo, ya son las seis de la tarde, y desde muy temprano vengo practicando cada movimiento, cada respiración y cada entrada de los músicos de una orquesta ficticia instalada en el salón de mi casa. Es un día soleado, la temperatura es tibia, el cielo esta hermosamente despejado y, a pesar de ello, las calles han sido abandonadas al ensordecedor silencio al cual ya estamos habituados desde hace muchas semanas. Ya perdí la cuenta de cuántas y prefiero no saberlo, son sin duda demasiadas. En un par de horas y como todos los días, algunos saldrán por sus ventanas o por sus balcones para alentar con aplausos, slogans y canciones a todos los médicos y enfermeras que, luchando día y noche contra la COVID-19, están arriesgando sus vidas. Sino, hasta que eso suceda, el silencio es el único canto diario cuyo estribillo conocemos de memoria.
Enciendo el ordenador, posiciono el atril delante de él y mirando hacia mí, coloco la partitura, lanzo la video llamada. Desde hace varios meses, todos los domingos, a la misma hora, procedo de la misma manera.
– ¡Oye! ¿Cómo va todo?
– Por el momento todo igual. Mmm, bueno, en realidad, no tan igual. Además de practicar y componer todo el día estoy preparando las entrevistas para El Taller de Composición.
– ¿Qué es eso?
– Es un programa de entrevistas en Radio Filarmonía, difundido todos los domingos al medio día. Serán veinte episodios en los cuales estoy invitando intérpretes y compositores de todo el mundo a compartir sus experiencias en el campo de la creación musical. ¡Un poco como para romper el hielo! ¡Hahaha! ¿Quieres ser el primer entrevistado?
– Muchas gracias hermano ¡Usted cuente conmigo siempre!
Del otro lado de la pantalla, conectado a mas de 10.258,61 kilómetros, Fernando esta presto a continuar mi perfeccionamiento en el arte de la dirección orquestal.
– A ver hermano, empecemos desde el principio ¿Qué te parece?
– ¡Por algo hay que empezar, mi estimado amigo!
Primer movimiento de la Sinfonía número 2 de Beethoven. Todavía con ciertos vestigios del gesto rudimentario que uno suele aprender en las clases de formación musical de los conservatorios, y otros más elaborados gracias a los consejos que mi gran amigo Jordi Francés me dio durante mi estancia en Madrid, hace varios años, empiezo a marcar los tiempos y las dinámicas.
– Espera, espera, eso no estuvo nada bien. Lo siento. Voy a tener que volver a comenzar.
– Ok, no te preocupes, es normal.
Estoy de pie, en medio de la sala, frente a la cámara del ordenador que reposa sobre la mesa oval donde solemos cenar Mariangela y yo. Llevo puestos un par de audífonos inalámbricos con micrófono integrado para que Fernando pueda ver y oír todos mis gestos y cada nota que solfeo mientras muevo los brazos en el vacío inmaculado de la sala, marcando los tiempos con convicción y dando las entradas, como si tuviese una orquesta frente a mí.
Gracias al poder de la imaginación, ese bendito don que la naturaleza nos ha dado, podemos recrear cualquier situación, reinventar el mundo o hacer cosas maravillosas que escapan a la realidad.
Levanto la mano derecha y en un gesto explosivamente articulado e intenso, en Tempo Adagio, lanzo el acorde de Re Mayor tocado, desde los contrabajos hasta las flautas, por toda la orquesta. Es un ataque Fortissimo, cuya onda expansiva se asemeja a lo que imagino fue el Big Bang. Consumiendo con la mano izquierda la energía cósmica de esta deflagración orquestal en el calderón del primer compás, preparo mentalmente la melodía conducida por los oboes y los fagots en la dinámica piano, en total contraste con el gesto precedente. Mientras canto sigilosamente su dulce y expresiva linea, dirigiendo mis gestos a los vientos imaginarios que tocan sentados delante mío, preparo el siguiente momento. Mi mente debe adelantarse al sonido imaginario de la orquesta, escuchando dos orquestas mentalmente, una en tiempo real y la otra en tiempo diferido. La primera orquesta la forjo mediante las indicaciones de mis manos, modelando el sonido, acariciándolo y hasta, a veces, embistiéndolo. La otra orquesta la anticipo recreándola en el misterioso lienzo que se encuentra en mi cabeza, idealizándola, dejándola lista para que mis manos puedan cristalizarla segundos después.
Junto los pulgares y los índices de cada mano y las alzo a la altura de mis orejas, un poco delante de mi rostro, dirigiendo toda mi atención a los vientos para conducir con precisión y ligereza las flautas, los clarinetes y los fagots en una frase descendente, articulada con staccatos, mitad consecuente de la primera frase, mitad antecedente del próximo estallido. En un gesto intenso y violento de mis manos tensas abiertas hacia el frente, el segundo Big bang arremete sin piedad y la melodía, antes presentada por los oboes y los fagots, es retomada por las cuerdas haciendo que mi cuerpo se oriente hacia su fantasmagórica ubicación, a mis dos costados. Pero, en vista de la forma distinta de producir el sonido, no puedo dirigir de la misma manera, pues un violinista fabrica su sonido con el frotar del crin del arco sobre las cuerdas, distintamente a la de un oboísta que pone en vibración la columna de aire de su instrumento con ayuda de la doble caña. Así mismo, mis manos, mis brazos, mi respiración, mis gestos faciales y todo mi cuerpo en suma, están fabricando ese sonido ideal. Mi mano derecha no deja, por ninguna razón, de marcar el compás de 3 por 4 y mis esfuerzos deben velar por su claridad hacia los irreales músicos que me acompañan. Trato de inyectar en la coordinación de mis brazos la expresión justa. Mi brazo izquierdo es un ente autónomo que juega con las intensidades señaladas en la partitura y va trazando la trayectoria de cada una de las frases con ciertas intenciones aún erráticas y otras meticulosamente trabajadas y bien acabadas.
Actualmente, el sueño de poder dirigir una orquesta o ensamble es una utopía, un rezago de otro mundo anclado en un pasado remoto. No recuerdo la sensación que tenía al poder salir libremente a la calle dado que llevamos mucho tiempo confinados: no hay conciertos, no hay paseos, no hay espectáculos, no hay café en la terraza, no hay cervezas con los amigos, no hay películas en los cines, no hay museos abiertos, no hay picnic en el jardín, no hay abrazos, no hay balconazo que consuele realmente esta desdicha. Literalmente nos hemos encerrado para salvar lo único que nos queda: la vida. Muchos nos han dejado. Hay mucha muerte.
Este concierto quimérico, en la soledad de mi sala, con la compañía virtual de Fernando, termina siendo una escapatoria a todo lo que acontece en la vida concreta, porque dirigiendo tengo la sensación de conectar con todos e imaginarme que aún es posible hacerlo me hace mucho bien.
– ¡Bien, bien, bien, bien! Bueno ya lo tienes bastante trabajado. Mira, dos cosas. Esta muy bien. Por ejemplo, Tu inicio fue muy claro y después activaste los tiempos en los momentos apropiados. ¡Es clarísimo ah! Esta mejor que la semana pasada. Ahora debo decirte algo. Creo que es importante. A mi me lo dijeron en su momento y ahora te lo digo a ti. Tienes que enfatizar más el segundo y el tercer tiempo. Por más que centralices todos tus gestos, inmediatamente anda al lugar correspondiente. El esquema tiene que ser bien automatizado. Por ejemplo yo he estado muy concentrado en la ubicación de tus tiempos y si, si lo haces. Pero para alguien que está esperando una entrada, si él tuviese la mínima duda, la responsabilidad recaería sobre ti, sería tu error. En cambio si tu haces esto… mira… no va a haber duda. Por ejemplo el compás 4 me parece que podría mejorar. Hiciste un gesto de más me parece. Tiiiiiii_raaa. A ver, has ese compas y a tempo. Lo que tienes que mejorar es en los taran, tarararan, tarrararan taran tatatatatan.
– Ok, voy a recomenzar…
– Muy, muy bien. Lo lograste. Ahora, vas a tener que buscar tu sonido. Aunque eso lo puedes decidir después, eso dependerá de tu gusto, de tu cultura y de tu visión como compositor. Tu gesto influye mucho. Por ejemplo, en este pasaje, si respiras mucho le das menos ataque… ¡Eso! Por ejemplo, ahí tu gesto fue muy claro. ¡Uno y dos, taritaritariraran! Ahora mantén el primer sonido, ¡paaaaaan! Perfecto, ya lo tienes listo. Muy bien compadre, lo estas logrando.
– ¿Cuál es la próxima obra?
– Bueno, creo que ahora me puedes decir tú que obra te gustaría dirigir.
– No lo sé, quisiera dirigir muchas cosas en realidad, pero, mmm, espera, creo que tengo una idea…