Daniel Borja Rua

Hay una vibración que recorre la nueva producción cultural esmeraldeña. Un movimiento sísmico musical que desborda y se instaura dónde llega JOMBRIEL DE LA SUERTE; el nuevo y primer álbum del cantante y compositor esmeraldeño Jombriel, publicado el 15 de septiembre del 2025. Su nombre artístico responde a la combinación de sus nombres de pila Jonathan y Gabriel.

La experiencia de escuchar el álbum se siente como abrir un libro escrito con el cuerpo, que se lee bailando. Queda corto el decir que es solo darle play y escuchar un conjunto de composiciones sonoras (dígase canciones) reunidas bajo una misma obra con una unidad estética, conceptual o narrativa, cuyo sentido excede la suma de sus partes. Si bien esa es una definición funcional de lo que entendemos por álbum musical, aquí acontece algo más: JOMBRIEL DE LA SUERTE es también una urgencia que parte de un lugar físico para poder existir. Jombriel se escribe desde la polirritmia: danceahll jamaicano, dembow esmeraldeño, reguetón puertorriqueño y freestyle de las calles. El resultado de esa escritura del cuerpo es una obra que va alumbrando, así, en gerundio, un otro epicentro geográfico-sonoro.

El título del álbum es Jombriel de la suerte. La suerte no es algo que el autor tiene como un amuleto, sino que es algo que él es. Se trata de una autoproclamación de estatus, la afirmación de quién se sabe elegido, de quién pegó, de quién porta la fórmula ganadora. Su éxito (su suerte) no es azar, es evidencia. de que su camino es el correcto para él. No está probando a ver si tiene suerte; él es la suerte encarnada.

El álbum es, ante todo, un acto de soberanía lingüística. El Intro del álbum sirve como un manifiesto, una declaración de principios enunciada desde su locus social. “Él no nació artista, pero desde temprano empezó a sospechar”. Allí se planeta una distancia clara frente a la idea intitucionalizada de “artista” cómo ese atributo sustantivo, validado desde una autoridad externa, lejana y no como una respuesta para prácticas culturales y artísticas cotidianas, heredadas, ancestrales. En esa misma línea la intro hace un reconocimiento situacional que nombra desde dónde se habla y qué relaciones de poder atraviesan ese hablar: “criado entre los ecos sonoros de Esmeraldas. Creció sintiendo que el ritmo y la emoción tenían algo de herencia. Entre mar, tambor, iglesia y calle. Entendió que lo suyo no era solo vivir, sino transformar lo vivido en canción”.

Esto dialoga directamente con lo que el escritor barbadense Kamau Brathwaite, en su obra Historia de la Voz, denomina como “lenguaje-nación”: una forma de hablar y de crear que nace desde el ritmo, la oralidad y de la memoria colectiva. El lenguaje-nación es la lengua de los pueblos que sobreviven a pesar del despojo, y convierten su voz en territorio habitable. En ese sentido, Jombriel se inscribe en una genealogía del lenguaje-nación esmeraldeño; “Bienvenido al universo de Jombriel”: Esta invitación al final de la Intro señala que todo lo que sigue constituye una lente desde la cual se vive, se interpreta y se produce sentido. Para inmiscuirse en ese universo es necesario desracializar la mirada, la escucha y la fiesta.

En este álbum, Jombriel reinaugura el hablar esmeraldeño. No lo utiliza como un adorno exótico o sample cultural para el consumo del otro país; el andino, el mestizo que mira con distancia lo esmeraldeño. Sino que el hablar esmeraldeño se usa como el vehículo central, atarbante, único e innegociable de su narrativa. Sin neutralización. Ni voluntad de hacerse legible para la mirada racializadora. Aun así, JOMBRIEL DE LA SUERTE logró una recepción innegable: permeó en los escuchas con sus ritmos pegajosos, incluso en quienes no tienen conocimiento del lenguaje-nación esmeraldeña y no alcanzan a comprender completamente la letra de las canciones. Édouard Glissant nombra a este fenómeno como “opacidad como resistencia”: que es la decisión del sujeto oprimido que opta por volverse ilegible como estrategia de supervivencia. El álbum no buscó convencer al status quo; lo expuso. Y esa es también una forma de victoria.

Más que un retorno a las raíces, porque no se puede volver a donde no se ha ido, Jombriel es un mostrarse perpetuando la cultura y no dejándola, a pesar de los procesos de apropiación. En el álbum hay una ausencia de nostalgia por un algo idealizado. Lo que sí hay: una crónica brutalmente gozosa del presente.

El recorrido que inicia con la cadencia de Masalveo y explota en la combustión de FIRE, canción en la que colabora con Neutro Shorty, es un ascenso a la materialidad del deseo. En estos temas se construye una Esmeraldas como realidad genitalizada, libremente sensual y deseosa. El cuerpo no es una metáfora de algo, es territorio palpable. Esto se intensifica en Bandido, donde la letra es una confrontación directa a la pose y desactiva cualquier romanticismo pop; es una transacción directa de deseo. Es un perreo político salvaje que rechaza una comunicación edulcorada del canon y su lenguaje plástico de cisnes y princesas: “Tengo mala fama de que si bandido… ya te ve la carita que quiere mi cocodrilo”.

Aquí yace asentada una de la tesis más potente del álbum, desarrollada con claridad en Vitamina y en la genialidad conceptual de La granja de Jombriel: la subversión del placer. Históricamente, el placer del individuo negro solo es consumible cuando está al servicio del placer del otro, reducido a fetiche. Es el “negro que baila bien”, el “negro sabroso”. Cuando ese placer es para sí mismos, se vuelve amenazante y salvaje. Jombriel toma ese salvajismo que el canon racista podría asignarle y adelantándose se corona con él.

El status quo históricamente ha animalizado la expresión festiva de los cuerpos. El perreo, bajo esta mirada, es leído como instinto salvaje, animal, exceso. Lo que hace Jombriel en esa Granja del perreo no es negar esta animalización; la reapropia y la convierte en el centro de su poder. La canción opera como alegoría satírica. Jombriel se posiciona como el “granjero” de un espacio donde las reglas del “buen gusto” no aplican. Cuando Jombriel canta: “Bienvenidos pa’ mi granja/ aquí la’ yegua’ no andan mansa’/ el gallo canto y la gata se afianza”, el insulto (animales) muta en metáfora de liberación: el animal ya no es un objeto, ni el eslabón más bajo de la figura de descarte o el homo Sacer del biopoder. Sino que se transforma en soberanía del goce.

El álbum no concede tregua, pero sí texturas. Porcelana baja las revoluciones para intensificar la seducción, es el momento de respirar antes de volver al sumergimiento del caos controlado del deseo. Venus es atmosférica, casi un interludio, antes de que Batallón y Dansex devuelvan al sudor, al finish de la fiesta.

La genialidad conceptual de La granja de Jombriel radica en este movimiento: Jombriel dice mi placer es animal, y en mi granja, el animal es el soberano. Esto es la política del goce hecha letra.

Reapropiarse de metáforas animales es constante en los géneros musicales urbanos. Por lo que queda claro que esto no es la invención de la rueda; es una ejecución magistral de una técnica ampliamente conocida. Es el mismo gesto lírico de Bandido, donde el cocodrilo no es solamente un falo: es la afirmación de una depredación que se sabe temida por el establishment.

Vitamina, colaboración con la estrella colombiana del hip-hop latino y el trap: DFZM, es una canción que explora la necesidad física del placer como energía vital. Esta es una canción sobre un cuerpo que consume consensuadamente otro cuerpo para regenerarse: “Mami, fuma pue’, le quería probar y le probé/Es que yo soy el nene, sí/Se pone loca cada ve’ que me ve”. Se trata de un deseo autocontenido, que no busca validación externa al territorio desde el que se enuncia. Es un placer que se baila para sí mismo, y el álbum funciona como celebración de esa autonomía.

Jombriel es grande cantando sin tapujos lo que se vive en una fiesta cualquiera esmeraldeña. El éxito masivo de canciones de este álbum como Vitamina que alcanzó el top 50 global de spotify y el número uno en Ecuador, o Parte & Choke, con más 226.7 millones de reproducciones en Spotify, evidencia un desplazamiento en la mirada sobre la fiesta. La inclusión de un ícono como Maldy en Perreo Fino no es featuring para ganar clout; es una validación entre pares, un reconocimiento de que el sonido de Jombriel pertenece ya a la primera línea de los géneros urbanos.

La colaboración con Alex Ponce en 50/50 sintetiza con claridad esta propuesta. No es una asimilación, es una anexión. Jombriel no viaja al pop lírico del cantante quiteño; obliga a Ponce a entrar a su universo de polirritmia explícita. “Puedo ser un caballero y pasarme de la raya” lo resume todo: es un Jombriel quien define dónde se borra la línea del “buen gusto” capitalino y se presenta él cómo alguien que dice la verdad, a diferencia de la figura del caballero que, con acciones como la de ceder el abrigo frente al frío, dice: “Mami, tú sabe’ que yo no soy romántico/Y que yo siempre te voy a hablar la real”.

JOMBRIEL DE LA SUERTE es un manifiesto que puede sostener un discurso complejo sobre la política del deseo, la raza y la fiesta, todo sostenido en un baile. Este álbum exige ser escuchado con el cuerpo entero, porque solo así se entiende su dimensión de la fiesta como un acto de soberanía.