Jamely Esmeralda

Parasite es la última película que se estrenó antes de que el péndulo mundial se moviera hacia el fascismo una vez más. 

No, no, déjame elaborar. Piensa en cómo era la vida antes del 2020 ¿No éramos todos feministas hace solo cinco años? ¿No éramos todos conscientes de los problemas eslabonados entre la clase y la raza, y hablábamos de intersecciones, justicia social y equidad? ¿No éramos todos militantes de alguna causa, marchantes en alguna manifestación, reposteadores de una gesta luchada en los confines de la internet? Mejor dicho, ¿no éramos todes así?

Evidentemente no. Como cantó Julio Sosa, siempre ha habido chorros, maquiavelos y estafados. O como cantó Greenday, welcome to a new kind of tension. Bien conocido es, aunque quizás no tan bien entendido, que desde hace un par de siglos Occidente se encuentra en una constante pelea entre siempre-dos tensiones que, dependiendo del momento histórico, resulta una más atractiva que la otra en consenso colectivo. Derecha-izquierda; progresismo-conservadurismo; autoritarismo-democracia; tú nómbralo. 

No sé qué tan de acuerdo estoy con Žižek cuando dice que ante la herida primigenia, la raíz de los males del mundo, no hay solución ni escape, lo que hay que hacer no es “superarla”, “abolirla”, sino llegar a un acuerdo con su existencia, pero sería necio no admitir que esa visión de carácter cínico cobra bastante sentido en nuestro comportamiento como seres políticos. Es como si, muy en el fondo, intuyéramos que no existe una fórmula correctora para lo que estas siempre-dos fuerzas antagónicas pretenden subsanar. Como si estuviéramos pretendiendo una “falsa conciencia ilustrada”, pero en el fondo supiéramos que todo lo que tenemos es el horror de que no hay salida al desastre, atendemos a lo que nos llama realmente, y estas decisiones colectivas  no parecen ser sino un mero gesto de elección conveniente, de pertinencia material. 

En ese orden de ideas, el fenómeno del péndulo respondería entonces a esto: para que en un mismo país una década gane la izquierda y luego gane la derecha, una porción importante de su población debe haber inevitablemente votado primero por una y luego por otra. Para que un líder populista llegue al poder presidencial en un país, digamos, azotado hasta ese momento por el régimen de un caudillo autoritario, un montón de gente que votó al caudillo, y que por lo tanto debió encontrar sus valores personales y colectivos refrendados en ese caudillo en algún punto, debe ahora desentenderse de él, sin que el caudillo haya cambiado su discurso en ningún momento necesariamente. Y viceversa. 

Incluso si no podemos verbalizarlo, incluso si nos sentimos “apolíticos”, o incluso si nuestras condiciones de vida nos han desprovisto de las herramientas para racionalizar hasta qué punto somos partícipes de la construcción y destrucción del mundo –y esto en Latinoamérica es especialmente cierto— todos somos más o menos conscientes de que existe una herida original que nos atañe de manera plural, y aunque Žižek es incisivo en que el intento por suturarla es inútil, lo cierto es que no lo hemos dejado de intentar. De ambos polos de estas siempre-dos tensiones, hemos insistido en proponer posibilidades ante el descalabro del mundo, que no se ve igual para todos, por supuesto. Por eso doscientos años después de la Guerra Civil el racismo institucional en Estados Unidos sigue siendo una herida nacional para ellos; por eso es que Palestina sigue de pie, frente a setenta años de ocupación, apartheid, hambruna y genocidio por parte de Israel; por eso es que si bien parecía hace cinco años que todes en el planeta tierra éramos gente súper organizada en pos de lo colectivo, lo cierto es que el fascismo y los fascistas siempre estuvieron ahí, insistiendo, financiándose, convocándose.

 No es que todes éramos pro derechos hace cinco años y todos somos fascistas hoy, sino que las siempre dos-tensiones reculan, y luego se vuelven hegemonía de manera local, regional o global. Las dinámicas de poder cambian, las narrativas se alteran, se combinan, parecen quedar obsoletas y luego resurgen, pero siempre están ahí,  

Porque la historia de la gente habitando en sociedad y eligiendo políticas de convivencia, y en eso sí concuerdo sin duda con Zizek, no es un asunto de superaciones ni de perspectivismo triunfalista, sino que es, propongo yo, un mapeo de la insistencia. 

Ecuador, este país sostenido por ficciones –algunas francamente bastante poco creativas y deshonestas (se puede ficcionar desde lo genuino, pienso)—, no ha sido la excepción en esta insistencia fascista de Occidente del último quinquenio. A nivel nacional, después de una década de una estabilidad gubernamental razonable, de un modelo de gobierno que garantizaba el acceso a servicios y bienes públicos de calidad, y que priorizaba la inversión en desarrollo económico y social, ha sucedido una creciente decantación por “achicar” el Estado, por una escasa y a menudo nula inversión pública, por un desabastecimiento en servicios públicos y abandono de las entidades estatales, y en los últimos dos años, por romper de plano con el estado de derecho, la garantía de la democracia y el respeto superlativo que se supone debería preponderar hacia la Constitución del Ecuador. 

El pueblo ecuatoriano ha insistido de nuevo hacia esto, incluso en contra de los intereses materiales de la mayoría de nosotros, sí por un lado por el alza de la derecha a nivel mundial, pero también por coyuntura local; a excepción de ese extraño accidente democrático ocurrido entre 2007 y 2017, esta pequeña fracción de territorio Latitud Cero también parece tener cero memoria histórica, consciencia de clase o sentido de bienestar colectivo: el país ha pasado su historia republicana saltando de una oligarquía a otra. Una década de paréntesis entre ellas no fue suficiente para eliminarlas ni para convencernos de que debíamos escoger otras opciones más aterrizadas a los intereses de las clases populares. Estas oligarquías arrastraron a Alfaro en 1912, y lo volverían a hacer de ser necesario en el 2025, porque si algo es seguro es que no van a dejar de insistir en defender sus intereses, pisando a quien deban pisar para conseguirlo. Y aparentemente, una mitad del país gustosa desea insistir en lamer la suela de esos zapatos, que hoy son de modelo Prada Moonlight Loafer. 

Es en esa coyuntura en donde cobra cuerpo este proyecto de escritura, que consistirá en el análisis de cinco películas de películas de diferentes años y orígenes, en donde revisaré los comportamientos socioculturales y políticos de los seres humanos según son retratados allí; me interesa provocar cuestionamientos en torno a por qué en este momento histórico en nuestro país parecemos tan complacientes con los intereses de las clases dominantes. A qué responde esto, cómo tiene pertenencia en nuestro día a día, cómo se refleja en los productos audiovisuales que consumimos y que, no obstante, parecemos incapaces de aterrizar a nuestra propia realidad. Insisto en hacerlo porque entiendo que no hay otra alternativa, incluso si en este momento parece ingenuo, frente a todo el armatoste narrativo y la casi ilimitada capacidad de recursos con la que cuentan los del otro lado de la tensión. Insisto en ello porque aunque el péndulo pueda indicar que en este momento la mayoría del mundo piensa en la libertad individual y los valores de corte fascistoide, existimos y existiremos siempre personas que creamos en que la dignidad no se negocia, no cambia, no está sujeta al capricho de la comunicación política, ni del establecimiento de narrativas, ni siquiera a la falsa pretensión cínica de la que hablaba Zizek. 

Esta es mi insistencia personal ante la barbarie. Es una pretensión (no creo en la escritura no pretenciosa) para la incomodidad. Quiero pensar, llámenme romántica, que hacia la quinta película analizada a alguien le resultará un poco molesto el sabor a suela de bota.

Hablemos entonces, ahora sí, de Parasite…