Fernando Montenegro
La última película de Mario Rodríguez, Las fotos del obrero, se estrenó en el cine del Manzana 14 (Mz14) el pasado viernes 14 de septiembre. Han tenido que pasar casi quince días y la revisión de las otras películas de Mario para que pudiera sentarme a escribir este texto. Y lo he hecho por la propia provocación que me ha planteado el autor con su película, más allá de que conozco a Mario desde hace algunos años. Quiero decir, Las fotos del obrero sugiere lentitud, cierta pausa; desaconseja el arrebato de la reacción inmediata a la que cada vez estamos más obligados en nuestro mundo de likes y no-tan-likes. El propio Mario contó en el conversatorio que siguió a la proyección de la película, que para terminarla se tomó su tiempo, pese a que, simbólicamente, lo más lógico hubiera sido estrenarla en el homenaje a los cien años de la matanza del 15 de noviembre de 1922. Pero hay una lógica ulterior o, quizá sería mejor decir, que hay un sentido más profundo en la culminación de este trabajo que excede nuestra obsesión por el homenaje y los números cerrados.
Paciencia. Esta parecería ser la principal característica de la película. Pero quizá esta sea una palabra demasiado pasiva o injusta si pensamos en la intensidad que le imprime Rodríguez a cada plano. En el título del texto he preferido la palabra sostener, porque es un verbo que posiblemente es más preciso para el proceso dificultoso y apasionado detrás de la realización de todas sus películas. Sostener el plano. Sostener no solo el plano sino el turbulento proceso que lo subyace. Sostener el cuerpo y la memoria de una ciudad que se desvanece o la desvanecen. Sostener la lucha de los hombres y mujeres que la cuidaron y la cuidan. Sostener que hay una historia que pocas veces es contada. Sostener que el arte no está abstraído del territorio, de los cuerpos, de la naturaleza.
Entonces vamos por partes.
[Primer sostenimiento] Lo que más impresiona delas películas de Mario es que los planos duran. Esto podía advertir no solo en la pantalla sino en el rostro de los espectadores durante la proyección en Mz14. Rostros al mismo tiempo de desconcierto e impaciencia, acostumbrados al scrolling desenfrenado de los teléfonos, a los destellos de Disney Plus, a la rapidez con la que avanzamos en los semáforos, por temor a quedar atrapados en el vértigo, en la crueldad, en la dulzura de esta ciudad donde morimos o nos matan.
Duración. Una idea que Bergson prefería sobre la de tiempo, no porque lo negara (aunque Bergson negaba hasta a Einstein: le valía), sino porque reflejaba mejor nuestra experiencia en el mundo, marcada también por las intuiciones, por una sensibilidad que siempre le hace una finta a la racionalidad que es, al fin y al cabo, tan abstracta que, a veces, es como si no existiera. La duración, define el francés, nos explica mejor las operaciones de la memoria, el modo en que podemos acceder a sus accidentes y deslices.
Sucede que la memoria nunca funciona de manera lineal. Quiero decir, hay un tipo de memoria que no funciona de ese modo y que Bergson llamó memoria pura. A veces creemos que siempre es igual, que contamos nuestra vida como si fuera una película de Scorssese, del principio al final, con un narrador que siempre parece saber más que la realidad misma que comenta. En su lugar, la memoria pura nos interpela a través de los sentidos o de lo que Bergson entiende como intuición. De ese otro saber que alberga el cuerpo en su tensa relación con los elementos y con los otros. Y ese es el tipo de memoria —una memoria más radical, digamos— la que está en juego en Las fotos del obrero, porque apenas conocemos el drama, el plot, el argumento o cualquier nombre que quieran usar para describir el evidente suceso de las acciones. Esta película no gira en torno a su argumento, porque la historia que pretende contar es más fundamental y dolorosamente presente: vívida. No hay plot twist que valga, ni alcanza tampoco el tropo del personaje o su psicología. Los personajes son, existen, pero en la medida que acontecen en esa duración, no como figuraciones de la memoria de la matanza, sino como encarnación.
[Segundo sostenimiento] ¿Entonces de qué se trata? ¿Qué sucede en la película? ¿Ocurre que no sucede nada? Esta es una serie de preguntas difíciles de contestar y quizá son innecesarias, pero no porque la película carezca de un argumento, por supuesto que tiene uno. Pero eso no es lo más importante, porque la historia que se quiere y necesita contar es la de la matanza de 15 de noviembre de 1922 en una dimensión vitalista. Pero no a través de la apropiación, mucho menos de ese mecanismo que a veces los académicos usamos como rencilla para afirmar nuestras convicciones: la interpretación simbólica. Allí, por supuesto, hay un problema. Cuando interpretamos, cuando empezamos a jugar a los símbolos y asignamos un significado, y con ello conquistamos o pretendemos conquistar, en realidad estamos negando su devenir. La película de Mario Rodríguez parece eludir estas calcificaciones que a veces el homenaje se asegura de concretar. El mundo en el que transcurre la película es tenso, pero también es móvil, (se) muda. Se muda porque cambia, pero también porque los grandes discursos históricos callan para darle voz (y espacio) a una historia que se olvida muy a menudo: la de los cuerpos y su conflictiva relación con el espacio, con la ciudad.
[Tercer sostenimiento] ¿Y de quién son estos cuerpos? Cuerpos de hombres y mujeres. Cuerpos de trabajadores y trabajadoras. Cuerpos, cuerpos, cuerpos. Recuerdo como si fuera ayer la primera vez que vi esa performance que Mario junto a otrxs compañerxs artistas y organizaciones sociales hacían en el río Guayas los 15 de noviembre en conmemoración de los caídos del 22. Era una noche despejada y por instrucción del Andrés Madrid íbamos sacando de las bodegas del MAAC las cruces de cartón que arrojaríamos con su débil luminaria, casi como si estuviéramos traficando algo ilegal. Las cruces, eso sabemos, representan los cuerpos arrojados con desdén en la ría. Hasta entonces no había pensado en la ría sino como una tumba, como un depósito simbólico de cuerpos inertes, ignorando que la ría no solo había estado aquí mucho antes que nosotros, sino que encuentra también sus modos de restituir(se), incluso del terror. El ritual de las cruces, entonces, ya no tiene tanto que ver con el homenaje, sino el resguardo. Cuidar a quienes antes cuidaron.
[Cuarto sostenimiento] De allí que no existe mayor referencialidad histórica, ni la película se enmaraña en precisiones onomásticas; tampoco se detiene en desempolvar archivos que de pronto hayan salido a la luz y que se develan gracias a las ecuaciones de algún revisionista. Tan así que la película juega con la idea del archivo, pero no como fuente de verosimilitud, sino como estrategia. Cada fotografía utilizada en el film ha sido inventada por Rodríguez y el fotógrafo guayaquileño Ricardo Bohórquez. Las fotografías también son un comentario, precisamente, sobre el vacío documental que persiste alrededor de los hechos de 1922 y como una suerte de contra efectuación a la tentación de olvidarse por fin de esos dolores con los finales abiertos y misericordiosos. Rodríguez y Bertha Díaz, con quien el cineasta co-editó una versión en libro de la película, definen a este archivo fotográfico como un “archivo ficcional” que funciona como “reservorio de la película” y que, en todo caso, va a ocupar ese espacio que el discurso oficial ha dejado vacío, pero no para llenarlo de datos o de teorías de la conspiración, sino de unos cuerpos afectados, de una ciudad herida que, sin embargo, están aquí también para sanar.
En esta imagen podemos ver esos cuerpos [Quinto sostenimiento] recreando las tensiones y su sensualidad cuando se colectiviza y articula política e independientemente de las condiciones materiales de la época. La imagen es por momentos difícil de ver, nos interroga, desde ese espacio especular que es también el de la memoria viva de la movilización, si nosotros, los que estamos sentados en las butacas hemos logrado o lograremos recrear las energías heroicas de esos cuerpos que no por mostrarse cansados han perdido su vitalismo, su vitalidad y su carácter revolucionario. El cuerpo es, nos recuerdan los actores y actrices de Las fotos del obrero, revolucionario. La insistencia de esas miradas, de esos rostros que son al mismo tiempo de dolor y de ternura radical (la ternura que sólo puede aparecer en el colectivo) también son de plena solidaridad con nosotros, los que miramos desde lejos y nos rendimos demasiado fácil. Esa presencia vigorosa, esa quietud inquietante o inquietosa, de algún modo, nos redime.
La película de Mario Rodríguez me ha obligado a ejercer la crítica de una manera inesperada, quizá esta es la forma que tenga para expresar, así mismo, unos afectos. Me quedo con la imagen del río y con una sensación de inexplicable confianza. ¿En qué? No lo sé bien. Quizá había algo en la película que por un rato nos pide sostener, estar atentos, cuidar, vigilar amorosamente y, luego también, dejar ir.