La Sustancia y el mito de ser tu mejor versión

Cristian Astudillo

 

Hoy en día, no son un secreto las dinámicas de hipersexualización y cosificación femenina que pregonan en la industria hollywoodense y de la moda. Se han dirigido numerosos documentales como Brandy Hellville & The Cult of Fast Fashion (2024) que exponen las formas de violencia sistemática de la industria que, además de fundamentarse en un racismo implícito, articula una presión tanto sutil como explícita en las mujeres por encajar en los cánones de belleza hegemónicos; y otros como Scouting for Girls: Fashion’s Darkest Secret (2022) que van más lejos y rememoran no solo casos de abuso sexual en el mundo del modelaje, sino, también, de trata de blanca y proxenetismo en aspirantes menores de edad.

No es difícil observar como todas estas prácticas, a pesar de estar tan documentadas, persisten al día de hoy, y la razón no tiene que ver únicamente con la impunidad y la coacción directa de figuras de poder, sino, también, con la creación de un imaginario colectivo: por medio de una serie de ideas y nociones existenciales extendidas sutilmente, las cuales fungen como la principal herramienta de manipulación y presión social y sistemática, entre las que se encuentra la idea de convertirse en la mejor versión de ti mismo.

En los años ochenta, Joanna Hogg, estrenó un cortometraje titulado Caprice (1986): en el que una joven Tilda Swinton interpreta a una mujer que se adentra en el mundo imaginario de una revista de moda. Este viaje, además de ser un recorrido visual del diseño estereotipado de una revista de moda, es una disección de las retóricas que la componen dicho diseño: la simple venta de un abrigo de piel está compuesto de un discurso en el que las promesas de mejorar la apariencia personal no son suficientes, sino que, también, es necesario vender la idea de que su adquisición es una confirmación de la condición de mujer hermosa y segura: dotar al producto de una significación moral y trascendente, estableciendo, de este modo, una connotación en relación a una serie de ideales feministas de los cuales la publicidad se apropia estratégicamente. Es aquí cuando Hogg expone sutilmente que todas estas dinámicas se sintetizan en una búsqueda de mejoramiento: en el desarrollo de una aparente mejor versión personal.

La Sustancia (2024) retoma este enfoque de Caprice y explora con mayor profundidad esta narrativa que no ha envejecido, sino que se ha moldeado, dado que, en el mundo del coaching, es común seguir escuchando afirmaciones relacionadas con convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos. Por lo general, esta afirmación se presenta como una idea relacionada a una serie de procesos cuyo fin es mejorar la calidad de vida y facilitar la búsqueda del cumplimiento de metas y aspiraciones. Sin embargo, la película cuestiona fuertemente esta idea y plantea una simple pregunta: ¿qué pasa cuando la búsqueda y las metas en sí implican una autodestrucción progresiva?

Es a través de un químico con el cual Elizabeth se divide molecularmente y crea un cuerpo más joven y hermoso —al cual nombra como Sue— con el que logra cumplir su meta de revitalizar su carrera, pero con el precio de la decadencia de su salud física y mental tanto de su matriz como de su otro yo. Es entonces que el concepto de una mejor versión se tambalea y se revela como una noción incompatible con la naturaleza contradictoria del ser humano, en el que las aspiraciones no siempre se encuentran en sintonía con el bienestar físico y/o emocional de una persona, contrario a lo que se pregona en el mundo de la autoayuda, que constantemente asume una armonía simétrica entre ambas.

El título La Sustancia está cargado de un fuerte doble sentido: no solo funciona como una referencia al químico que provoca la división biomolecular de la protagonista, sino que, también, es posible percibir un cierto uso de la palabra sustancia en su sentido filosófico, de la forma en que desde Aristóteles hasta Heidegger se concebía como un término que aludía al ser y la esencia; y dado que desde corrientes como fisicalismo se ha interpretado a la conciencia como la base del ser y la esencia humana, es posible apreciar en la película un ejercicio metafísico que se lleva a cabo por medio de Elizabeth y las constantes transferencias de su conciencia de un cuerpo a otro, lo que conlleva a la creación subsecuente de dos identidades que parten de diferentes formas físicas, pero que se sustentan bajo un mismo ser consciente. Esta es una forma creativa de entrar en el campo del clásico problema filosófico de la división entre mente y cuerpo, pero con un enfoque mucho más íntimo y personal, apelando a experiencias sensibles relacionadas con la disforia corporal y el autodesprecio más que a un didactismo académico.

Aunque Elizabeth/Sue insiste en concebir ambos cuerpos como individuos separados que constantemente se desprecian entre sí, el proveedor del químico no deja de corregirla e insistir en que ambas son la misma persona. «Recuerda, eres una» le advierte en repetidas ocasiones. En una de las escenas donde esto ocurre, nuestra protagonista se queda sin palabras y procede a golpearse a sí misma en un arranque de frustración. En el fondo, sabe que Elizabeth y Sue son la misma persona, y que todo lo que aparentan decirse la una a la otra es lo que piensa de sí misma; sin embargo, insiste en mantener dicha división identitaria, porque, también, sabe que aceptar que Elizabeth y Sue son una sola sustancia es confrontar la responsabilidad de sus propias acciones autodestructivas llevadas a cabo en ambos cuerpos, lo cual la abruma y solo la incentiva a mantenerse en la postura de concebir un otro yo metafísico al cual culpabilizar y transferirle el peso de sus acciones.

La ironía de esta división identitaria se da cuando el proveedor le pregunta a Elizabeth si quiere cancelar la experiencia y deshacerse del otro yo. Elizabeth, quien hace unos segundos se refería a Sue como una segunda persona —un ser egoísta y la responsable del desgaste de su cuerpo—, se queda atónita ante la opción que le ofrece el proveedor, y adelantándose a cualquier posible excusa y apelación a una segunda conciencia, este le recuerda, una vez más, que ella es la matriz. Estando en su cuerpo original, Elizabeth sabe que ya no sirve seguir aludiendo a la supuesta naturaleza egoísta de Sue —su propia naturaleza— y que, en ese instante, Sue no es más que un cascarón vacío. No en vano, minutos después, termina por admitir su propio autodesprecio, y en una cruda resignación y resonancia de las palabras de su proveedor, reconoce su incapacidad de alguna vez llegar a amarse tal y como es.

«—Cada vez es más difícil recordar que tú todavía mereces existir. Que esta parte de ti mismo todavía vale algo. Que tú todavía importas»

Entre los elementos de la película que más negativamente se ha criticado, están las escenas en las que hay un excesivo enfoque cosificador en las partes provocativas del físico del segundo cuerpo de la protagonista, lo que da la impresión de que el filme se contradice en lo que pretende transmitir. Sin embargo, es necesario tener en cuenta que esto ocurre en generalmente en dos momentos clave. Primero, cuando la propia protagonista engendra el otro cuerpo y traslada su conciencia a este por primera vez: en dicha escena, la cámara se sitúa desde su punto de vista, ya que es ella quien se siente fascinada con su propio cambio, e irónicamente, la primera en cosificarse. Y segundo, durante las grabaciones del programa de aeróbicos que presenta que ya de por sí sustenta su rating mediante la cosificación de sus participantes, de modo que la dirección no hace otra cosa más que imitar a modo de parodia dichas hiperfijaciones mediáticas. También es preciso decir que estas secuencias seductoras muchas veces son interrumpidas por alucinaciones grotescas en las que persiste el temor por la imperfección, y que ni siquiera en el aparente cuerpo perfecto de Sue, Elizabeth es incapaz de huir del odio que se tiene a sí misma.

La película tiene un cierre apropiado con un final visceral que, en su gore hiperbólico y caricaturesco propio de directores de comedias de terror como Joe Dante, expone la naturaleza ridícula y a la vez grotesca de una industria superficial.

Más que una película de terror, La Sustancia (2024) encarna una tragedia íntima y personal que representa el dolor existencial de no saber que significa ser uno mismo, y que, pese a este desconocimiento, muchos siguen buscando la mejor versión de algo que nunca se termina de conocer.

 

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