María Isabel Pérez

Hay cadáveres que flotan sobre el río con la panza abierta de dominio público que no sabes si mirar fijamente o de reojo o de reescritura disimulada sin plagiar por el desorden con la llamarada sobre la cabeza como Santo Genio Don Divino y luego miras, miras fijamente el agua roja y brotando y flotando la panza abierta el aguatero grita y entonces, sueltas unas palabras-púa palabras-cerca, las mismas con las que luego nombras al gato que encuentras en la calle o directamente a la calle con tu nombre y te olvidas del rojo hasta que llega la noche patinando ruidosa-rápida-rota y sobre tu nombre raya:

hay cadáveres textuales.

La abuela te cuenta que antes no había rejas alrededor del malecón, pero sí prostitutas. Te lo dice sin ningún juicio, como quién enumera las cosas para no olvidarlas. Había grandes palmeras y las personas lo utilizaban como lugar de paso en su cruce por la ciudad. Con León todo cambió. El enrejado se impuso sobre los espacios comunes, haciendo que sea imposible cruzarlos. El río Guayas quedó atrapado entre metal y guardias de seguridad siempre al acecho.

Existen normas para el uso del malecón que nadie conoce porque no están indicadas en ninguna parte. Una tiene que romperlas para conocerlas.

No se puede beber

No se puede andar en bicicleta

No se puede andar en patines

No se puede idealizar el pasado, te dice.

No había rejas, pero siempre hubo cadáveres flotando en el cauce del río.

A la producción textual que, alerta, emerge entre máquinas de guerra y máquinas digitales la denomino aquí necroescrituras, siempre en plural: formas de producción textual que buscan esa desposesión sobre el dominio de lo propio. Producto de un mundo en mortandad horrísona, dominado por Estados que han sustituido su ética de responsabilidad para con los ciudadanos por la lógica de la ganancia extrema, las necroescrituras también incorporan, no obstante, y acaso de manera central, prácticas gramaticales y sintácticas, así como estrategias narrativas y usos tecnológicos, que ponen en cuestión el estado de las cosas y el estado de nuestros lenguajes

(Los muertos indóciles, Rivera Garza, 2019).

Necroescrituras

En febrero del 2022 dos cadáveres fueron colgados de un puente peatonal en la entrada de Durán, ciudad aledaña a Guayaquil. El comandante de la policía de la zona dijo en una entrevista sobre lo ocurrido: “No sabemos cómo llegaron los cuerpos a ese punto”. El mismo fin de semana, otras siete personas habían sido asesinadas en Guayaquil. El mes anterior, fueron más de trescientas.

No comencé a escribir este texto a partir de los cuerpos colgando del puente. Fue después. En octubre del mismo año, cuando colgaron unos monigotes de una estructura del malecón como parte de la decoración de la casa del terror que iba a tener lugar por el mes de Halloween. Los maniquíes simulaban cadáveres envueltos, sujetados de los pies.

Se dispuso el retiro inmediato de la decoración por parte de las autoridades debido a la conmoción que ocasionó en redes sociales. En las noticias explicaban que la conmoción se debía a la reciente ola de violencia. En una ciudad en la que los cadáveres cuelgan de los puentes, es complejo decorar una casa del terror. Mejor sería limitarse a monstruos, vampiros y zombies. Dejar de lado el terror cotidiano.

Faltaban dos meses para el aniversario de los cien años de la masacre obrera del 15 de noviembre del 1922. Una fecha en la que se recuerda la marcha que inaugura el movimiento obrero en Ecuador. Hombres, mujeres y niños protestaron para que se reconocieran sus derechos laborales. Ese día el Estado dio la orden al Ejército de disparar a quien esté en la calle. El resultado: avenidas llenas de cadáveres apilados. Gran parte de los cuerpos fueron arrojados al río Guayas después de que les abrieron el estómago para evitar que floten a la superficie.

¿Cómo escribir con muertos colgando de los puentes?

¿Por qué seguir escribiendo a pesar de los cadáveres?

¿Qué mensaje[1] escriben los cadáveres sobre la ciudad?

¿La violencia afecta a todxs los cuerpos por igual?

¿Qué relación existe entre el control territorial y el control de los cuerpos?

No podemos ignorar los cadáveres en el río: toda escritura es reescritura.

Tomé las palabras de una de las últimas escenas de la novela Las cruces sobre el agua, la que narra el momento en el que los militares disparan contra los y las manifestantes. Las reordené para expresar el estado de la muerte en la ciudad. El 15 de noviembre del 2022 recorrí las calles donde ocurrió la masacre pegando esas palabras sobre las paredes en un ejercicio de desapropiación, un concepto planteado por Rivera Garza que implica desposeerse del dominio sobre lo propio. Fue una acción lúdica con el lenguaje que buscaba evidenciar el carácter colectivo y anónimo de la escritura.

El guiño al poema “Cadáveres” de Perlongher con el que inicio este escrito, es un intento por visibilizar los cadáveres textuales. Propongo, en línea con Rivera Garza, regresar al origen plural de toda escritura. Devolver a lo común las palabras que alguna vez fueron cercadas. Es decir, renunciar críticamente a lo que la Literatura (con mayúscula) hace: apropiarse de las palabras de los demás en beneficio propio.

Han pasado varios años desde que comencé a escribir este texto. Sus palabras se imprimen sobre mi cuerpo. La angurrienta y el finado han tomado formas inesperadas: el hambre y la muerte persisten. El país está militarizado. El trabajo se precariza, a pesar de que hemos votado en rechazo al trabajo por horas en una consulta popular que costó 60 millones de dólares. Vivimos en un constante estado de excepción. La violencia es la norma, lo excepcional sería encontrar entre tanta sangre un remanso. El lenguaje es un río que habla. Mi cuerpo flota en él.

[1] Entiendo los asesinatos violentos como actos comunicativos, es decir, como un mensaje que se escribe en la ciudad. Según lo que plantea Rita Segato en La guerra contra las mujeres.