Por Jessica Zambrano
Pero no importa. El uruguayo, más que cantar, performa canciones sobre el escenario.
Todo se inicia con una conversación de Whatsapp. La científica venezolana Alejandra Melfo cuenta en audios, divididos por una campanita, la forma científica en la que se inventó el amor y el sexo. Cuando termina, el escenario se oscurece y entra el sonido de una orquesta en groove, un homenaje a Rhapsody in blue, de Gershwin. Un bajo y una guitarra suenan en sí bemol, la nota acústica más grave a la que puede llegar un instrumento. Se hace luz sobre el escenario y aparece un Jorge Drexler enérgico, pero algo no está bien con su voz. Las sirenas que corean el tiempo en el que “sin saberlo —una célula revolucionaria— inventó el amor y el sexo” se extienden hasta que suena el interludio de una mejorana, un tipo de décima, en la que Rubén Blades recita otra explicación científica del origen de la humanidad en la era del mesoproterozoico.
La canción por la que el cantante uruguayo se llevó uno de los siete Grammys en la última entrega nos regresa al silencio. Drexler se confiesa: Hace treinta minutos se ha inyectado una metilprednisolona para aliviar el dolor de garganta. Antes de la inyección estuvo a punto de cancelar el concierto, el segundo que daría en Guayaquil, luego de que su garganta sufriera el efecto invernadero con el que los humanos de esta ciudad pasamos fácilmente de los aires acondicionados en espacios cerrados a la humedad del aire libre. Drexler prefiere el riesgo y nos hace una promesa: «Esta noche veremos a la ciencia accionar sobre el escenario”.
Si de Drexler dependiera nunca cancelaría un concierto. En 2020, cuando el COVID – 19 estaba empezando a poner alertas en los aeropuertos de los países, él y su banda tenían todos los boletos vendidos para cantar en el Teatro Melico Salazar de San José, en Costa Rica y aunque pudieron cancelarlo, Drexler decidió cantar con el teatro a sus espaldas, frente a una cámara. Prefiere improvisar, porque en la improvisación, cree, hay una ausencia de rigor, hay tensión y la posibilidad de que se produzca más allá de lo planeado.
Tal vez, su apuesta, más que con la posibilidad de salir del esquema, tiene que ver con una creencia: para él la música no existe en silencio, ni de forma aislada.
Drexler está resfriado pero sabe exactamente cuándo vendrán por su guitarra cuando termine de cantar ‘El Plan Maestro’ y cuándo encenderán las luces del teatro. Se toma la molestia de ver quiénes están en el público, quiénes han traído carteles e intenta leerlos. Hay un cartel que le pide que firme una canción y él responde que “las canciones no se pueden firmar, son ecos”. Aunque está resfriado anticipa los errores en su garganta para bajar el tono y nivelar la voz con la fractura de su garganta, o soltar el micrófono y dejar que sus coristas, sostengan la voz para soltar su cuerpo sobre el escenario y jazzear con la música.
El guayaquileño Ricardo Pita interpreta el tema Soledad con Jorge Drexler desde que se conocieron en Quito, en 2018. Ya es una tradición. Foto cortesía de Ricardo Pita.
En su último disco, Tinta y tiempo escribió canciones en un ejercicio de asociación. Prendía y apagaba la radio para encontrarse con resultados inesperados y tomar fragmentos de ideas que resonaban más allá de su cabeza, para darles movimiento. Tinta y tiempo es un trabajo en el que habla del amor desde una explicación científica, como una estrategia de sobrevivencia que nos hace movernos; pero también del silencio como espacio de paz en una era de ruidos.
Drexler cree que hay que trabajar con muy poco material y centrarse, a pesar de que en la lógica de las ciudades de hoy en día, estamos acostumbrados a saber muy poco de muchísimas cosas. Su tema es ese, el movimiento musical, el movimiento como fenómeno humano, el movimiento como estrategia, el movimiento entre la literatura y la canción, el movimiento que le negaron en la dictadura en la que creció, el movimiento para que lo que está a su alrededor se mueva con lo mínimo.
Drexler vive en Madrid desde 1995, un poco después de que haya inaugurado un concierto de Sabina en un concierto en Montevideo. De España salen gran parte de sus músicos. Hoy en el escenario lo acompañan Borja Barrueta, un músico de Bilbao que toca la batería, Meritxell Neddermann, una española que hace teclados y voces; Javier Calequi, un argentino que hace guitarra y voces; Carles Campi Campón, otro español que trabaja con el bajo y las programaciones; pero también está la potencia de Alana Sinkëy y Miryam Latrece, ambas hacen los coros y son las que reemplazan a Mon Laferte en la canción Asilo o a Natalia Lafourcade en Salvavidas de hielo.
Y como todo puede pasar en esta noche con un Drexler resfriado que se disculpa cada vez que puede y nos dice que sintamos como si estuviéramos en la sala de casa y lo vemos cantar, se ajusta la guitarra para cantar solo sobre el escenario una canción que no estaba en el programa: Milonga del moro judío, una canción del disco Eco, de 2004. Con esta canción, Drexler aprendió a escribir décimas y transformó sus posibilidades en la música y la escritura.
“Yo soy un moro judío
que vive con los cristianos,
no sé cuál dios es el mío,
ni cuáles son mis hermanos”.
Sabina le entregó estos versos y le planteó escribir las estrofas de esa canción en décimas. Drexler, que no sabía qué eran las décimas, aprendió que son una forma de versos que solo existen en el idioma español luego de que Vicente Espinel publicara un libro en ese formato.
Descubrió que su creador fue el mismo que le puso la sexta cuerda a la que luego hoy llamamos guitarra española. Aprendió que las décimas se extendieron por América Latina y que cada país tiene una forma que considera propia. Cuando terminó la letra de la canción con los recursos que le dio Sabina, pensó en darle una música muy uruguaya. Pensó en la milonga y en cómo la transformó Astor Piazzolla para el tango, que luego de algunos años incluyó a la guitarra española en su sonoridad.
Por eso hoy, en la canción que describe cómo se creó el amor y el sexo escuchamos a Blades cantando una décima. Para Drexler componer es reinventar el mundo en lo mínimo. Por eso se mueve y performa en el escenario. Por eso, después de este concierto, usa un cartel que dice que tiene prohibido hablar por recomendación médica, pero se escapa de vez en cuando a bailar y a cantar Julio Jaramillo en un bar de Guayaquil que mira el río. Porque al agua hay que dejarla correr. Drexler se mudó a Madrid a los 30 años y después de muchos intentos, de hacer y rehacer con la música y caminar con las posibilidades históricas de la humanidad, de dejar de creer en el amor como una forma de completarse, tiene ansias de experimentar con la música. Quiere, dice, tener la sensación de abrir caminos nuevos.