Por Jennifer Dumes
La mayor parte de los relatos cinematográficos modernos operan con un intento de desligarse de sus formas técnicas y estructurales predecesoras, experimentando, cuestionando o criticando su retórica. En el caso subgénero zombi, empezó a ficcionarse a partir de la cosmovisión del vudú haitiano, que ha tenido escenarios mínimamente conocidos. Desde su variable norteamerica y blanqueada se redireccionó el lenguaje del subgénero enfocándolo en el héroe y su supervivencia y no en los zombies que pasaron a ser villanos. De tal forma, ha surgido una especie de borramiento del germen de la figura del zombi y la presencia africanista dentro de las narrativas del género. Zombi Child (2019, Bertrand Bonello) retoma ciertos elementos singulares del género primitivo, readaptando el tema que ha estado latente desde su vertiente aborigen: planteando una crítica que, desde el título, en todas sus traducciones, ubica al film en una posición ortográfica disyuntiva a la de la popular –y ya norteamericanizada– “zombie”.
En primera instancia Zombi child presenta dos historias que transitan entre dos décadas y culturas diferentes. La primera se desarrolla en Haití de 1962 con el personaje Clairvius Narcisse, allí un hombre víctima de un proceso de narcotización y zombificación vuelve a la vida como mano de obra gratis en las plantaciones de caña de azúcar, lugar donde yacen otros “zombis”. Este personaje cumple con algunos códigos de escenificación y elementos icónicos del arquetipo representativo del género: cadáver que se levanta de la tumba de caminar lento que transita con la cabeza inclinada y no mira hacia ningún sitio; es un personaje que también ha sido expulsado de la sociedad, de la especie y, además, no posee en sí mismo un lenguaje. La intención de esta premisa me recordó a White Zombie (1932, Victor Halperin) que habla desde la perspectiva de un hombre que, asimismo, ha sido manipulado por un gran maestro mago quien lo levanta de la tumba para que trabaje durante toda su muerte. A esto se puede asociar al nacimiento del género arcaico como una metáfora simbólica enlazada al muerto viviente como esclavo sobreexplotado; un ser que sirve, y cuyo objetivo de vida gira alrededor de los deseos del otro.
El segundo relato acontece en un colegio privado, francés y femenino con un grupo de chicas adolescentes que atraviesan sus primeros amores. A esto se suma un secreto familiar de uno de los personajes que es Melissa una migrante haitiana. A partir de esto, Bonello toma decisiones formales y estéticas que beben de los recursos del terror fantástico, tal como lo hizo Tourneur en I walked with a Zombie (1943), para generar sorpresa, suspenso e incógnita. Este mecanismo se soporta en la forma de ubicar la cámara, en su duración y ritmo que retrata un horror onírico y surreal dejando que el espectador construya e intuya un cercano acontecer. Sin embargo, también hay espacio para elementos ultra realistas, por ejemplo, la escena dónde a través de una pantalla de un celular dos de las chicas miran imágenes de posesión mediante un gag sangriento de zombis que, gestualmente, tratan de forma trivial.
La dicotomía temporal del argumento —muy usada por Bonello— explora espacios en que los personajes se hallan confinados con una diferente y, al mismo tiempo similar forma de actuar dentro de un mundo interior compartido que contiene un síntoma de una problemática subyacente y una animadversión racial: un pasado colonial desahuciado, acarreado por un modelo de relaciones laborales en el mundo occidental donde los descendientes de países colonizados siguen viviendo bajo la sombra de regímenes coloniales opresivos. Esto está ejemplificado en una escena donde tiene lugar una clase de historia, allí se enfatiza los pecados del imperialismo francés y la diferencia entre la libertad y liberalismo. En el texto Abecedario Zombi: La noche del capitalismo viviente de Julio Díaz y Carolina Meloni, concretamente, en el capítulo “Colonialismo” y “Capitalismo” se realizan planteamientos conceptuales entorno a la figura del zombi. Uno de sus postulados explicita que el terror moderno está invadido por el tema de la esclavitud donde el humano “subalterno”, condenado a las categorizaciones de jerarquía establecidas entre el colonizado y el colonizador, es visto como un mecanismo de producción en el cual su vida carece de valor. De modo que el zombi es una forma de “la expoliación económica y la injusticia colonial”, la misma que se ve reflejada en el argumento del film a través de la exhibición de una sociedad occidental postmoderna hiperconsumista, hiperconectada e hiperglobalizada. Es por esto que Bonello exhibe un estado de esclavitud moderna desde dos directrices que forjan una imagen actual del capitalismo tardío.
“Escucha mundo blanco, la sangre negra corre en la bodega de los negreros vierte en el mar la espuma de nuestras desgracias (…) el infierno de nuestros músculos en la tierra es la espuma del sudor negro la que desciende esta noche al mar. Escucha mundo blanco, mi clamor de zombi” se lee en el poema de René Despestre recitado por la joven haitiana Melissá, que no es más una narración de las implicaciones históricas que han recaído sobre el hombre negro, una historia de dominación horrífica manifestada en las voces de los zombis. Estas voces permiten concebir la yuxtaposición narrativa entre dos universos antagónicos que se articulan por el pasado de crueldad y extorsión.
La posesión vudú es el elemento decisivo en la historia. En este escenario ambos tiempos convergen paralelamente, lo que plantea un gesto surrealista que ejemplifica la banalización de la cultura haitiana por parte de la superstición de la juventud europea. Progresivamente, nos romantamos al Haití de 1980 dónde el zombi cobra conciencia y, pese a que hayan intentado borrar su historia, revierte su situación como “un fantasma que ante la ceguera de los vivos que ha vuelto con su cuerpo lacerado para hacerse notar”. En el diálogo final Narcisse recobra su vida diciendo la siguiente frase: “No soy esclavo. Nunca volveré a ser un esclavo”. Este extracto se reconfigura desde una noción política de emancipación, presentada en otro código escenográfico, lejos de la noción del zombi que no puede tener nueva vida y es carne putrefacta en descomposición.
Es notorio que existe una falta de historias netamente provenientes de directorxs haitianxs. Zombi Child es un filme singular narrado por un director francés contemporáneo que retoma la figura de zombi mostrándola como un producto del colonialismo. Lo hace a través de escenarios típicos del género, el cual, así mismo, ha sido colonizado por el cine norteamericano. Por el contrario, el director altera sus decisiones estéticas y formales sin traicionar el origen de la figura del zombie, reivindicando con cierta distancia su lugar en la escena. Esto le permite crear una direccionalidad que no cae en la banalización, aportándole percepción social a la narrativa, una posición política y estética. A partir de esto, la película permite cuestionar la analogía del monstruo característico que yace impregnado en la psique colectiva moderna, en la que su raíz haitiana y afro no tiene presencia y suele presentarse (o ni siquiera esto) como amenaza simbólica.