Daniel Montenegro
En primer lugar, vale destacar que la sala abarrotada y la necesidad de los organizadores de anunciar funciones adicionales a las planificadas inicialmente, no solo suponen un éxito inusual en la escena teatral quiteña, sino que confirman que Ratas, Ratones, Rateros sigue siendo el suceso de mayor recordación y repercusión de la aún adolescente historia del cine nacional, no solo por ser un punto de inflexión en el nacimiento de la industria sino, y sobre todo, porque su fuerza narrativa supera, y por mucho, a todo lo que vino después. Ninguna obra (ni cine, ni literatura, ni nada) reflejan con la agudeza y complejidad de Ratas, Ratones, Rateros (a partir de ahora solo Ratas) el Ecuador de finales de los noventas, quizás el período más crítico y doloroso de la historia republicana.
25 años después, Sebastián Cordero se arriesga a actualizar el universo de Ratas por fuera de la pantalla y sobre las tablas con La Misma Sangre. Ahí, el autor se tomará cerca de una hora y pico de diálogo puro y duro para contarnos el devenir de los primos Ángel (sanguíneo guayaco sabido) y Salvador (colérico quiteño sufridor) tras los sucesos del filme estrenado en 1999 pero en el Ecuador contemporáneo.
La obra empieza con un monólogo de Ángel en medio de una reunión de narcóticos anónimos (lo hace utilizando al público como cómplice, rompiendo la cuarta pared) para confesar que lleva años luchando contra su adicción al bazuco. Tras este vistazo a las entrañas de Ángel, se apagan las luces y se escucha un rezo: “Ángel de la guarda, mi dulce compañía, no nos dejes solos ni de noche ni de día….”.
Cuando vuelve a abrir el telón, salimos del prólogo para entrar en el centro del relato que serán una serie de encuentros entre Ángel y Salvador en la habitación de una prisión. Con todos los lujos que uno podría imaginar de la celda de un caporal en La Roca o La Peni, Ángel recibe a su primo. Al entrar, Salvador anota los privilegios de Ángel que cuenta con ducha, televisión, teléfono celular y, como no, una cobija de Barcelona. No se han visto desde el 99, cuando Ángel huyó y Salvador se quedó con la abuela y dos muertos (su papá y un gánster debajo de su cama envuelto en una alfombra).
La desconfianza inicial entre primos rápidamente se diluye y a partir de ahí, con la misma fluidez y química (y sangre), Salvador y Ángel reconstruyen los 25 años que los separan. A Salvador lo metieron en cana por el muertito de la alfombra y pudo salir gracias a algunos pactos con las mafias y la ayuda inestimable de un abogado trucho, mientras que Ángel se cruzó el Darién para llegar a los Estados Unidos donde siguió engatusando gente y sobreviviendo aún sin saber decir otra cosa que good morning, good bye y money. No fue sino la nostalgia lo que le trajo de vuelta al Ecuador donde cayó también preso inculpado por el mismo muertito de la alfombra.
En fin, diálogos agridulces que se completan con anécdotas que dan cuenta de vidas llenas de desventuras, necesidades, delincuencia y soledad. Pero en el centro de todo, la abuela. Salvador confiesa que hace poco murió dejando las escrituras de un terreno cuyos únicos herederos son ellos dos y que esa es la razón de su visita, solucionar el tema de la herencia.
Por su parte, Ángel asegura que la vio hace pocos días rezando en la celda. Es verdad, nosotros (el público) la escuchamos. Y ese fantasma shakespeariano de la abuela crece y crece durante la obra, ya no para buscar venganza como en Hamlet o para hacer profecías como en Macbeth, sino para unir lo que nadie puede separar (ni este maldecido país): la familia.
Si bien la obra cuenta con una subtrama que enfrenta a los primos, pues a Salvador (curtido en sus años de cárcel) le ofrecen dinero a cambio de matar a Ángel quien, a su vez, extorsiona a un exitoso empresario, el interés no está tanto en los grandes sucesos ni en la batalla entre bandas (sobre esto quizás se pudo profundizar algo más, dada cuenta que las bandas resignifican la noción de familia), sino en las pequeñas historias compartidas que los primos van recordando y narrando.
Es en las memorias, sobre todo las infantiles, cuando explota la brillantez del libreto de Cordero y se revelan las capas de profundidad de unos personajes que podrían estar en cualquier lugar y en cualquier circunstancia, pero cuya esencia se mantiene indeleble. Ahí está el otro fantasma y la razón por la que ni Cordero ni nosotros dejamos ir a Ratas. Sus personajes están vivos por fuera de la película y de la obra. Por supuesto, al texto le ayuda enormemente el profundo conocimiento que tienen los actores de los personajes que encarnan.
Finalmente, se agradece el riesgo que toma Cordero al no desconocer la realidad del país y motines carcelarios, fagocitación de la política y cabezas voladoras de por medio, nos ofrece un vistazo a la furiosa actualidad del Ecuador de 2024 donde, tal como en el 99, pareciera que solo queda aferrarse al cariño.