Ventana abierta – Diario de un joven compositor en París (IV)

Juan Arroyo

París, viernes 10 de setiembre del 2021

Seis cuerdas, un clavijero, un mástil, muchos trastes, un puente y una caja de resonancia participan al levantamiento de una voz que nos habla en un lenguaje que solo el momento sabe descifrar. Esa voz, como un tótem, apareció repentinamente y su sonido se quedó para siempre.

Cuando tenía diez años, sin decirle nada a Daniel, mi hermano mayor, tomé su guitarra y aprendí a tocarla solo. Con ella, a escondidas, participé en varios grupos de rock. Digamos que, como nadie me enseñó a tocarla, y con las ganas que tenía de hacerla sonar, empecé con ella a inventar mi propia música. Algún tiempo después logré salvar una vieja guitarra de los escombros, le puse nuevas cuerdas, la parché y la pinté de negro. Como una extensión de mí mismo, ella me acompañaba a todos lados, incluso al colegio. Con el fin de salvarme de la ignorancia y resignados a verme atado a mi instrumento, mis profesores empezaron a relacionar ciertas tareas de clase con la música. Salvé varias materias gracias a su esfuerzo. En esos tiempos yo no sabía escribir ni una sola nota en el pentagrama. Todo lo que tocaba venia de mi mente y se quedaba en mi mente. Ninguna partitura para guitarra vio la luz hasta veinte años después.

JH para guitarra amplificada es una pieza que compuse en homenaje al guitarrista estadounidense Jimi Hendrix. Comencé a escribirla en el 2010 y la terminé nueve años después. Debe ser sin duda alguna la pieza que más tiempo me ha tomado componer. Sus cinco movimientos 1) Evil man, 2) Next to a mountain, 3) Freedom, 4) Hey J. and 5) Just don’t know, los compuse tocando la guitarra y soñando una hyper-gestualidad del intérprete, como una coreografía de manos o un lenguaje de señas traduciendo lo invisible. Desde el ostinato marcado por la batería hasta el “rif” de la guitarra, pasando por momentos incandescentes, cada movimiento evoca o cita pasajes de la música de Jimi Hendrix y explota algunos arquetipos del rock, recreando la energía frenética de este género. Durante mi adolescencia, descubrir la música de Hendrix fue una revelación, una liberación y un refugio.

Ayer, en el marco del festival Ensemble(s), en Paris, Omar Nicho tocó dos de los cinco movimientos que la componen. Su performance tuvo gran éxito y se llevó merecidamente los aplausos y los bravos de la sala entera. Incluso, algunas personas se pusieron de pie para aplaudirle y otras no dudaron en acercarse a él para felicitarlo al terminar el concierto. Habiendo dedicado la obra a Omar y después de verlo tocarla con tanto fuego y embrujo me digo que valió la pena tomar tantos años para acabarla. Hoy la revista musical Hémisphère Son, en el artículo escrito por Michèle Tosi, ha nombrado JH, con la performance de Omar, el “Coup de coeur” (flechazo en el corazón) de la revista.

París, sábado 11 de setiembre del 2021

Casi a oscuras, con la piernas temblando, parado frente a las butacas, en el vacío inmaculado de la sala, Anatole duda varias veces antes de despertar la energía fosilizada en la partitura. Las tres páginas que contienen la obra han sido garabateadas con sus frenéticas y coloridas anotaciones. Durante el toque de los primeros compases su pulso es irregular. Descubre con horror el vértigo de la aceleración cardiaca que le está robando el control de sí. Se está quedando sin aire. Una lucha intensa entre recuerdos e ideas le impiden concentrarse. Con coraje y con las manos húmedas se aferra heroicamente a la flauta. La empuña como si ella fuese una extensión de su cuerpo. Sopla en el instrumento con toda su humanidad. El ensayo general se está transformado en un asunto de vida o de muerte. Con apenas trece años de edad, Anatole está por conocer lo que muchos llaman instinto de supervivencia. Al iniciar la segunda página de la obra su sonido se estabiliza e impregna de un brillo que hasta hoy no había conseguido. Habiendo retomado el control de sí y consciente del espacio que le rodea sobrevuela con deleite los colores acústicos del escenario. Degusta con cada acento, cada giro melódico, cada inflexión la trayectoria del sonido. Al fondo de la sala una voz dulce y penetrante se eleva con la llegada del ultimo compás: «Muy bien Anatole! Solo debes tocar más fuerte el sonido del tambor con las llaves». Se levanta rápidamente de su asiento y se dirige hacia él por el pasillo central de la sala. Anatole la escucha con suma atención porque sabe que ella puede ayudarle, que ella es la experta y que un consejo suyo puede ser la clave del éxito. Cada soplo, cada articulación y cada gesto han sido minuciosamente preparados en su clase. Bajo su guía el joven flautista ha rebasado sus propias expectativas musicales y se encuentra listo para mostrar su arte al público en un evento que tiene más de ritual de iniciación que de concierto. Gaëlle Belot, su mentora, enseña en el Conservatorio de Ivry sur Seine y acompaña a cada uno de sus discípulos con la dedicación y exigencia que solo un gran maestro puede tener. Aquella noche en Paris, mientras Anatole entraba al escenario, Gaëlle no pudo evitar recordar con nostalgia y emoción, su primer concierto, su iniciación al arte de los sonidos. Ella también contó con un guía y tocó con él aquella vez en un octeto de vientos. Así como Anatole, antes de entrar al escenario, en aquel tiempo ella tampoco tenía conciencia de la dimensión simbólica y de impredecibles consecuencias que este acto y su perseverancia desencadenarían.

Teniendo un éxito rotundo en el estreno de la obra, al terminar el concierto y evadiendo las personas que se interponían en su camino para abrazarlo y felicitarle, Anatole se me acercó con los ojos brillantes, afiebrados de emoción y me preguntó: «Juan, cuando me vuelves a escribir una nueva obra?»

París, viernes 25 de setiembre del 2021

Detesto llegar tarde. Ciao!

París, viernes 30 de setiembre del 2021

»—Hermano lindo, lo principal en esta primera página es dar la entrada a todos con un gran gesto fortísimo ¡Pum! En el segundo y tercer tiempo integra la viola y el violonchelo con un gesto simple y crece hacia el primer tiempo del segundo compas ¡Es bastante simple en realidad!… Tienes que dar la entrada del arpa, decrecer y cortar delicadamente al final de la sección. Terminas el compás seis, lascia vibrare, cortas y luego prosigues, ¿no? A ver, hazlo… Muy bien, si, eso, eso… Ya está compadrito. A ver, hazlo de nuevo… 1 Y 2 Y 3 Y Pam Pam… ¿Estás usando colores para tus anotaciones?… Escribe con un lápiz los tiempos que debes activar. A mí eso me ayuda mucho… 1, 2, 3 ¡Pum! Y atacas… No olvides centralizar el gesto. Paaaaaam 2 y atacas. Lo ideal sería que terminando la primera lectura de los cinco movimientos con los músicos lo lean desde el inicio, de corrido, hasta el final. Tienes que calcular bien tu tiempo de ensayo… Veo que tienes bien analizada toda la partitura. Todo va a salir muy bien papacho, no te preocupes ¡Eres un Maestro! Ya cholito lindo, te tengo que dejar, me tengo que ir a preparar mi combate que aquí ya son la una. Te envío pronto mi partitura. Un abrazo a los dos…

Después de dos horas de conversación por zoom, Fernando se despide para ir a cocinar algo rápido antes de continuar el estudio de alguna partitura, preparar los ensayos de la orquesta, componer, revisar las tareas de su hijo o corregir los deberes de sus alumnos. A pesar de los años y las muchas responsabilidades que viene asumiendo, no ha perdido un solo grano de su gran bondad. Me ha dedicado prácticamente toda su mañana y sin contraparte alguna.

Conocí a Fernando en un momento crucial de mi vida. Aquel momento en que todo joven, presionado por cumplir con la sociedad debe, por vocación o por defecto, escoger una profesión. Debo admitir que mi desinterés por todo, salvo por la música, en aquella época desesperaba a mis padres, mis profesores y amigos. No eran tiempos fáciles. No eran tiempos para arriesgar el futuro. El Perú seguía en guerra, en crisis política, en dictadura, en pobreza, en violencia, en una lista de etcéteras, cada uno más horrendo que el otro. En suma, no sabíamos todavía cuándo se había jodido el Perú pero sabíamos con certeza que estaba bien jodido.

En medio de la encrucijada y gracias a un desaire de su padre, Edgar Valcárcel, conocí a Fernando. Yo tenía 18 años, venía de terminar la secundaria y Edgar me negó la oportunidad de estudiar con él.

»—Mira muchacho, no te puedo dar clase. Pero te propongo algo. Mi hijo también es compositor. Viene de llegar de Estados Unidos. Le dije que no vuelva, pero no me escucha nunca. También le dije que si seguía el camino de la composición, como yo, acabaría en la misma miseria. ¡Mira donde vivo! ¡Hasta mi piano da pena! Deberías escuchar a tu madre e inscribirte en la Universidad, tener un buen trabajo y ganar bien tu vida. Bueno, parece que no me quieres escuchar. En vista de lo terco que eres te propongo lo siguiente. Mi hijo es un muy buen músico y le voy a llamar para que él sea tu Maestro. ¿Estás de acuerdo? Es lo único que te puedo proponer… Lo voy a llamar. ¡Fernando! —¿Quieres un café? — ¡Fernando! — parece que no me escucha— ¡¡¡Fernando!!! ¡Seguramente todavía está durmiendo este muchacho! Enseguida vuelvo…

Aquel día conocí a Fernando. Debo confesar que el desaire de su padre tuvo el efecto contrario y me motivó mucho más. Tenía la sensación de haber sido retado a un duelo, a luchar por mi vocación. Estudié con Fernando durante casi dos años. La primera vez que escuché y leí La Consagración de la Primavera de Igor Stravinsky fue en su casa. Aquella clase la terminé mareado, con los ojos encebollados de cansancio y con la escucha empalagada de sonidos nuevos. Las clases siempre duraban mas de lo previsto. Aprendí tanto con él que las tres horas de transporte ida y vuelta desde mi casa hasta la suya no mermaban mi ánimo. Al cabo de un año me quedé sin dinero y ya no podía pagar sus clases. En un acto de bondad infinita Fernando me propuso continuar estudiando gratuitamente con él. Además, gracias a la pasión y entrega del joven Maestro pude conseguir mi primer trabajo formal. Se trataba de pasar los subtítulos de las óperas programadas por Prolírica en el Teatro Segura. Vi tantas veces el Barbero de Sevilla, tantas veces Lucia di Lammermoor y tantos otros, que por extension seguí aprendiendo gracias a Fernando.

No sé en qué momento perdimos el contacto, pero la amistad siempre quedó intacta en el mejor de los recuerdos.

Varios años después, con premios y diplomas, regresé por tercera vez a Lima e invité a mi madre a un concierto de la Orquesta Sinfónica Nacional en el Gran Teatro Nacional. A pesar de no recordar un solo buen concierto de la OSN durante mis años limeños, el evento era perfecto para descubrir el nuevo espacio dedicado a la música y danza en el Perú. El edificio, cuya construcción fue dirigida por Alfonso de la Piedra y cuyo diseño acústico fue encargado al arquitecto brasileño José Nepomuceno, me impactó por su imponente diseño en un lugar privilegiado frente a una de las avenidas más transitadas de Lima, la Avenida Javier Prado. A pesar del ruido y el caos reinante en la concurrida avenida, el gran Teatro parecía un santuario del silencio desde el interior. Sus muros transparentes me revelaban un pedazo de Lima que creía conocer y que ahora tenía otro rostro. Tomando asiento y sin tener ninguna esperanza en el concierto, mi madre y yo, aplaudimos ritualmente a los músicos mientras ingresaban al escenario. El concierto comenzó con las Danzas Polovtsianas del compositor ruso Aleksandr Borodín.

Pude gozar plenamente del sonido desde el primer compás gracias a la excelente acústica de la sala. Esa noche fue un verdadero carnaval de gratas revelaciones. El empaste de las cuerdas era muy bueno y las intervenciones de los vientos, muy bien afinados, no tenían ninguna relación con los recuerdos de mi juventud. Maravillado por el magnífico nivel musical que la orquesta mostró en un despliegue de brillo, precisión y gran expresividad, no pude evitar ir a felicitarles. Al terminar el concierto, colmados de orgullo, fuimos inmediatamente a la entrada reservada para los artistas en la Calle del Comercio, paralela a la Javier Prado. Me encontré con varios amigos que compartieron aulas conmigo en el Conservatorio de Lima y que hoy son parte del primer Elenco Nacional. Ya casi despidiéndonos y partiendo en dirección a casa lo vi. Tenía menos cabellera, llevaba lentes y parecía una réplica de su padre. Encontrándose lejos de mí, del otro lado de las rejas, grité «¡¡¡Fernando!!!»

En efecto el joven Maestro es el actual director titular de la Orquesta Sinfónica Nacional. Desde su nombramiento en el 2011, junto con sus acólitos, a punta de esfuerzo, pasión y entrega ha logrado algo que muchos creímos titánico y hasta imposible. Hacer de la Orquesta un elenco de alto nivel musical. No solo tocan el repertorio clásico con solidez, sino que también se enfrentan a obras modernas de gran envergadura y están comprometidos con la creación musical de nuestro tiempo creando obras de autores peruanos en todas sus temporadas.

Al verme sus ojos pestañeaban de incredulidad. Alzó los brazos, dibujó una sonrisa y gritó: «¡Hermano!» Vino hacia mi dejando a un lado la comitiva que lo acompañaba y pidió al portero abrirme la puerta enrejada que nos separaba.

Al día siguiente nos reunimos en el restaurante Sarcletti, en la Rambla, frente al Gran Teatro Nacional. Habían pasado por lo menos 16 años desde la última clase con él. Le entregué la partitura de Sikus. Esta partitura tiene un valor muy importante para mí. Con ella di inicio a una etapa creativa decisiva en mi música. Con ella me sentí conectado a la herencia de la generación peruana del 50 a la cual perteneció su padre. Estrenada en Lausana, Suiza, dos meses después de la muerte de Edgar, la dediqué a su memoria. Hoy comprendo que sin su desafío probablemente no me hubiera encontrado jamás.

Continuará…

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